Vivir en Cuba es una prueba de resistencia. Algunos dirían que es una montaña rusa que no se detiene, pero creo que su marcha es lentísima. Así se conduce el país: con un Gobierno que hace malabares para no perder el control. Si tienes suerte y la electricidad no se ha ido en el momento en que te detengas, escucharás en la televisión las mismas promesas de siempre. Visto desde afuera el país parece un circo, una caricatura, un meme… pero es más grave que eso.
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Olga tiene 65 años. Vive en La Habana, pero no es de allí. Es máster en Psicopedagogía y trabajaba en una escuela, pero para sostener a su familia ha tenido que limpiar pisos, cuidar ancianos y bebés, vender pescado que trae de contrabando desde otra provincia... «La Habana es muy cara», me dice. Se retiró para conocer a sus nietos. Ahora siente que su vida transcurre entre dos países, entre dos mundos opuestos.
En la isla está su exesposo fidelista-marxista-leninista-chavista-madurista-canelista hasta la médula. Un exmilitar retirado.
También vive su madre, quien antes anotaba las apuestas de quienes jugaban a la bolita. Ahora la anciana teme mucho a la oscuridad. «¿Hasta cuándo es esto? Ya llevábamos más de 15 horas sin corriente. Después no quieren que digan “patria y vida”», acostumbra a gritar la madre de Olga cuando llama a la Empresa Eléctrica, antes de que le cuelguen. Todos los días se queja ante alguien anónimo del otro lado del teléfono.
Olga no quiere escuchar sobre la represión en Cuba. No quiere «saber de política». Sin embargo, es la política la que la ha alejado de su hijo mayor y lo que posiblemente haga que su hijo menor abandone el país.
Ya se han ido tantos hijos de tantas madres. Algunos no pueden regresar. Otros murieron en el intento de escapar.
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Lulu es madre soltera de una niña de 3 años y un niño de 12. No terminó sus estudios y nunca ha trabajado para el Estado cubano.
Su pequeña no tiene acceso al «círculo infantil», así que ella misma la cuida. Su hijo, que asiste a una escuela de deporte, camina kilómetros todos los días para ir a casa a almorzar y regresar. Lulu comenta, medio en broma, que con los gastos de los implementos deportivos su hijo podría estudiar en Harvard. «Todavía no ha podido estar en una sola competencia regional, nunca hay combustible para llevarlos».
El padre de Lulu murió cuando ella tenía 14 años. El padre de su hija, en cambio, emigró hacia Estados Unidos, siguiendo la ruta desde Managua. Ahora están separados.
Lulu sobrevive con un pequeño puesto de ventas. «Apenas alcanza para la comida», confiesa. Quiere irse de Cuba. «Como todos. Aquí no queda nadie ni nada». Pero asegura: «no me voy sin mis dos hijos. No dejo a ninguno atrás».
El dinero, sin embargo, no le alcanza para marcharse. Su casa, la que ha intentado vender «con todo adentro», ya no tiene valor suficiente para cubrir los costos de la travesía. «Y además, ya se cerró el dominó en Estados Unidos con el Trump ese», añade, resignada.
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Lucrecia, de 84 años, casi no se levanta de la cama. A veces grita «cuando quiere atención». «Me da miedo que un día sea cierto, le suceda algo, y no le hagan caso», cuenta una vecina, casi como de la familia.
Tiene dos hijos, cuatro nietos y dos bisnietos. En Cuba, le quedan un hijo y dos nietos.
Vive con su esposo desde hace más de medio siglo. Ahora comparten cama casi la mayor parte de las horas. «Pensé que sería él quien perdería primero la cabeza, ahora carga con ella. Aguanta como puede», dijo la vecina.
Graduada en Química por la Universidad de Las Villas, Lucrecia trabajó en centrales azucareros hasta que una lesión en una mano la obligó a cambiar de rumbo. Comenzó a dar clases, pero dejó las aulas un día, molesta por los «condicionamientos políticos» que le exigían. Nunca regresó y se quedó sin jubilación.
Lucrecia fue hija única y no conoció a su padre. Su madre, enfermera en el consultorio de Raúl Dorticós Torrado —hermano del presidente Osvaldo Dorticós—, le hablaba de una Cuba distinta.
Lucrecia vivió el levantamiento del 5 de septiembre de 1957 en Cienfuegos. A quienes la conocen bien, les habrá contado mil veces que las paredes de su casa aún conservan las marcas de los disparos de aquel día, que escondió en su armario a un compañero de estudios y que «casi todo lo que el régimen dice sobre ese día es mentira». También asegura abiertamente que Fidel «destruyó Cuba». «Lo destruyó todo. No nos dejó ni dignidad», insiste.
Desde la distancia, sigue conversando con la nieta que crió como si fuera su hija y hoy vive en otro país, a miles de kilómetros. Siempre empieza con lo mismo: «Aquí todo está muy malo. No hay nada. ¿Sabes cuánto cuestan los frijoles?», y enumera precios hasta que, de repente, cuenta por enésima vez una historia que ya todos a su alrededor conocen.
Lucrecia tiene quien la cuide. En la Cuba de hoy, eso es una bendición. Sin embargo, la soledad no se trata solo de tener compañía. A veces parece que no quiere vivir más. Eso da mucho miedo. Hace más de cinco años que su nieta no la abraza.
***Para este texto fueron cambiados los nombres de las mujeres.
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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