«Por algo lo deportaron»: un inmigrante cubano bajo la nueva ley del miedo

Foto: Onur Kurt / Unsplash.
Pedrito me habla de su amigo Osmani. Un muchacho de Placetas a quien conoció en una de las cárceles de Inmigración y a quien han deportado a Cuba. Osmani es la vanguardia del medio millón que el Gobierno de Trump tiene planeado deportar en los próximos meses, como quien dice. Ha tenido que regresar a Cuba dejando acá, en Nueva Jersey, a su mujer y sus dos hijos. Mientras habla, Pedrito trata de tranquilizarme, de tranquilizarse, diciendo que él no está en el caso del medio millón amenazado con las recientes medidas. En octubre tiene cita para un juicio de Inmigración y ya eso le da un estatus legal, me asegura.
Conozco a Pedrito desde que salió de la cárcel de Inmigración en septiembre de 2019. Me lo presentó su primo, amigo entrañable, y mientras hablábamos miraba alrededor con reserva, como calculando si daría pie en la nueva realidad a la que acababa de llegar. Vaya si pudo. En cuestión de meses, el muchachito consentido que era en Cuba se convirtió en reparador de cualquier desperfecto que puede tener una casa, desde plomería hasta los equipos de ventilación, y en dueño de su propia compañía de construcción, que es como decir, de su destino.
Decir que gracias a él mi casa no me ha caído en la cabeza casi no es una metáfora. Pero Pedrito es mucho más que eso. Pedrito es una fuerza de la naturaleza. Pese a la diferencia de edad —yo puedo ser perfectamente su padre— hemos desarrollado una amistad intensa, pero asimétrica: yo necesito mucho más de él que él de mí.
Hablamos en mi cocina, la misma a la que entre Pedrito y Osmani le pusieron piso nuevo hará un par de años. Recuerdo a Osmani bajito, delgado, correoso, la piel machacada por el sol: el cuerpo del que no ha hecho más en la vida que trabajar. Cuando mencioné su caso en Facebook, las huestes diligentes del trumpismo me explicaron que algo habría hecho Osmani para que lo deportaran. Eso me recordó una vieja caricatura de la revista Sátira 12. Eran los tiempos en que se cuestionaba la complicidad de la iglesia con la última dictadura argentina. Su sostenido silencio ante los casos de personas desaparecidas por el régimen militar. «Este es uno de los que no se quedó callado sobre los desaparecidos», dice un personaje señalando a un cura. «¿Y qué decía?». Preguntaba otro. «Por algo será», responde el primero.
Tampoco muchos de nuestros compatriotas se quedan callados ante quienes ahora deportan a un país cada vez más inhabitable. Responden «por algo será» porque no hay frase más apropiada para calmar la conciencia propia ante la desgracia ajena. Como si el régimen en cuestión se limitara a impartir justicia de una manera algo heterodoxa pero justificada al fin.
No trato de comparar la situación de los desaparecidos en Argentina con los deportados de ahora, pero la insensibilidad de muchos es de un parecido preocupante. Las historias sobre la temible pandilla del Tren de Aragua llegada de Venezuela sirven para condimentar las actuales deportaciones, hacerlas más digeribles, por mucho que convertir a medio millón de personas de todas las edades en miembros de pandillas sea un acto supremo de prestidigitación.
«Ni una luz roja se ha llevado Osmani desde que vive aquí», me dice Pedrito. «Trabajar es lo único que ha hecho». Y tener un hijo con su mujer que llegó tiempo después de que lo soltaran. Ni siquiera la manera de entrar en el país fue especialmente irregular. Atravesó el puente de Reinosa a pie y se entregó a las autoridades. Lo mismo que han hecho durante décadas generaciones de cubanos. Solo que al Obama revocar en 2017 la conocida como ley pies secos, pies mojados (que permitía que los cubanos fueran admitidos a trámites una vez estuvieran en territorio norteamericano) ya no bastaba con llegar a la frontera y entregarse. Pero el «regalo» de despedida de Obama para Raúl Castro, a una semana de terminar su mandato, no fue anulado por Trump. Esta aceptación tácita de Trump de la decisión de su odiado predecesor muestra que, más allá de sus diferencias políticas e ideológicas, republicanos y demócratas pasaban a considerar a los cubanos tan indignos de emigrar a Estados Unidos como al resto de los hispanoamericanos. Ahora el desprecio era más parejo y democrático.
Osmani, como tantos otros, fue víctima de aquella jugada de alta política. Dos años pasó en prisión en condiciones no especialmente cómodas. Sobre todo, durante los primeros días en las celdas provisionales conocidas como «hieleras», donde la mezcla de frialdad y humedad constituía de por sí una tortura. Osmani habrá soportado aquellos dos años en la cárcel sostenido por la esperanza de rehacer su vida una vez que pudiera salir en libertad y reunirse con su familia. En su caso, la esperanza se cumplió a medias. Porque en 2021, cuando el apogeo de la COVID-19 obligó a vaciar las cárceles, Osmani salió de prisión con una orden de deportación pendiente, la misma que ha ejecutado con diligencia el nuevo Gobierno de Trump.
Justificadores de esas medidas no han faltado, incluso entre los compatriotas de Osmani y míos; un grupo que, hasta ahora, se había beneficiado de una interpretación más laxa de las leyes migratorias estadounidenses. Empezando por el abuelo materno del actual secretario de Estado, Marco Rubio, quien en 1962 entró en Estados Unidos sin visa y contra quien un juez de Inmigración dictó una orden de deportación que nunca fue aplicada. A esa negligencia le debe, entre otras cosas, su existencia el actual secretario de Estado.
De mi conversación con Pedrito es testigo otro amigo que intenta explicar las deportaciones masivas por razones de alta política. «Además» —y aquí introduce el mantra con que los trumpistas suelen justificar las deportaciones de su líder—, «Obama deportó más que ningún otro presidente». Mi amigo no ve la ironía de justificar las acciones de Trump con las de un contrario al que este considera el anticristo. Pero el trumpismo no es un sistema de pensamiento inclinado a captar ironías, aunque las produzca continuamente, casi siempre sin pretenderlo.
Le explico al amigo que trata de justificar las deportaciones actuales con las de hace una década que la diferencia entre las deportaciones de Obama —ejecutadas al más puro estilo ladino del demócrata— y las de Trump no son solo mera cuestión formal. Como se sabe, en política la forma es también fondo. El desprecio de Trump por las formas democráticas implica, de hecho, un rechazo por su sentido profundo. Convertir una medida administrativa en cruzada política antiinmigrante inevitablemente moviliza los peores instintos de la gente al tiempo que la divide.
El nacionalismo burdo que genera este tipo de cruzadas —que en el resto del planeta ha solido traer resultados terribles—, al aplicarse en uno de los pocos países que basa su relato nacional en la apertura a la inmigración supone un profundo cambio de naturaleza de la nación y un factor de agitación permanente. Desde el momento en que no solo se persigue a los indocumentados, sino que incluso los residentes legales dejan de sentirse seguros ¿quién puede asegurar que los ciudadanos naturalizados no empiecen a ser considerados a partir de ahora ciudadanos de segunda?
A mi amigo no parecen preocuparle mis consideraciones. Se aferra a la esperanza de que de aquí a un par de años las medidas aplicadas por Trump sin mucho sentido aparente consigan, de modo mágico, hacer florecer la economía. Sospecho que mis consideraciones formales de cómo se van implementando las medidas presidenciales le parezcan pura majadería intelectual. Que la tierra de abundancia prometida bien vale uno que otro sacrificio. Como el de Osmani. Pero no se trata solo de que a alguien conocido le destruyan la vida que ya empezaba a disfrutar. Preocupa a un nivel mucho más vasto que bajo el pretexto de aplicar la ley se estén socavando los principios mismos que han fundado la democracia estadounidense como modo de convivencia. «Los nacidos aquí [homegrowns] son los siguientes. Hay que construir unos cinco lugares [prisiones] más», comentó exultante Trump ante la disposición de su colega Bukele a aceptar indocumentados en sus cárceles ejemplarmente rigurosas.
Se alega que solo se trata de criminales, pero una vez que se acepta el principio de que a los supuestos criminales no les asiste ningún derecho, son los derechos de todos los ciudadanos los que están expuestos a ser vulnerados. Cuando se criminaliza a un grupo por su origen étnico más que por sus acciones y cuando la lealtad a los principios constitucionales importa menos que ser leal al presidente se daña la misma idea de convivencia democrática de un modo que temo irreversible.
Mientras tanto, Pedrito no se detiene en consideraciones constitucionales. Bastante tiene con ganarse la vida honradamente. O con la posibilidad de que algún día sea considerado deportable. Esto último lo llevó a casarse a la carrera con su novia, con la esperanza de que la residencia legal de ella lo beneficie de algún modo. Sus amigos, por supuesto, no permitimos que su boda fuera un mero trámite burocrático y el talento organizativo de varias amigas convirtió la operación de emergencia en una de las ceremonias más bonitas y divertidas a las que haya asistido.
Pero Pedrito sigue preocupado. Por la deportación de su amigo, por lo que percibe como una caída en los negocios, por su futuro en este país que ya empieza a sentir como suyo. «A Cuba no regreso ni muerto», dice y uno se pregunta si se trata de una metáfora —esa palabra que tanta gracia le hace— o no. Y la preocupación de Pedrito debería ser nuestra, en el sentido más amplio y en el más personal. Porque ¿qué sería de esta nación sin el empuje y la energía que le traen los nuevos inmigrantes? ¿Qué sería de mi familia y de mí si ponemos cualquier promesa de prosperidad por encima de nuestra propia humanidad?
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