Foto: Jorge Ramírez.

Foto: Jorge Ramírez.

Mi hijo y la cuarentena

13 / octubre / 2020

Hace unos días vi el noticiero estelar con mi hijo de 9 años. Después de las noticias poco favorables sobre la pandemia en el mundo terminé llorando con un reportaje sobre una sobreviviente del coronavirus en Cuba. Diego me miró muy seriamente y me dijo: “¡Mamá, prohibido ver noticiero en esta casa! Si acaso el del mediodía, que es menos escalofriante”.

Cada persona trazaría un mapa distinto de la pandemia. Los hombres, las mujeres, las madres, los padres, los niños y las niñas han vivido la cuarentena de maneras muy diferentes. Desde que el virus entró en el país he visto a mi hijo transitar por varias fases en las que se mezclan su fantasía y su visión realista del mundo. Primero fue una aventura ponerse nasobucos y parecerse a Scorpion y a Sub-Zero, los personajes de Mortal Kombat. Ahora, cuando ya casi va a empezar la escuela, se lamenta por lo incómodo que será llevarlo puesto todo el tiempo. Al principio de la cuarentena me dijo que, si sólo morían los adultos de coronavirus, entonces sería perfecto porque los niños gobernarían el mundo. Luego me preguntaba con mucha preocupación y angustia: “Mamá, ¿cuántos muertos hubo hoy?”. Cuando La Habana estuvo en Fase 1, él se puso muy contento; jugó con su mejor amigo y esperaba feliz el inicio del curso. Con la recaída y la vuelta a una cuarentena más estricta se desmoronaron todas sus ilusiones. Ni siquiera nos dio tiempo de ir a la playa, pero como los niños siempre tienen algo que enseñarnos, él me dijo: “Qué malo que el coronavirus no se haya acabado, pero de todas formas es bueno porque así tengo más tiempo para estar con mi hermano y además ya no tendré que botar la basura”.

Al final, Diego sabe sacar las cosas buenas de todo lo malo, porque así le hemos enseñado a ser. Pero al cabo de más de seis meses encerrados fue difícil para él, para mí, para todos en casa. Lo negativo de este período ya lo sabemos. Probablemente algunos niños estarán pálidos y gordos por no salir a corretear bajo el sol. Otros estarán aprensivos, deprimidos, aburridos, temerosos, malcriados, protestones, mañosos, obstinados… Mi hijo ha tenido de todo eso un poco, en mayor o menor medida.

Aún es muy pronto para medir el impacto psicológico que la COVID-19 ha tenido en los niños de todo el mundo. Cada familia manejó el aislamiento de forma diferente y tendrá sus propias experiencias. Mi hijo es un niño de alta demanda. Necesita mucha atención y no le gustan los juegos en solitario. Si juega solo o ve alguna película, luego busca a los demás para contarles. En mi casa todos trabajamos durante la cuarentena y a nuestras responsabilidades se les sumaron los últimos meses de mi embarazo, el parto y los primeros cuatro meses de Oliver. En medio de la crisis, de las malas noticias, de la búsqueda angustiante de la comida, de las cifras alarmantes de casos en el mundo, del miedo y la incertidumbre, estaba Diego en casa con sus 9 años y su pregunta de todos los días: “¿Mamá, y ahora qué hago?”.

Entre marzo y junio, mes en el que nació mi segundo hijo, la actividad más constante de nuestra cuarentena fue el juego. Diego estuvo muy entretenido junto al papá de su hermano, que es su compañero de juegos. Nos divertimos mucho planificando, reorganizando, soñándonos como una familia renovada. Mi mamá, además de su trabajo, se dedicó a apoyarnos con las labores de la casa para que Diego tuviera toda la atención antes del nacimiento de su hermano. Jugamos mucho y de todo, comenzando con los juegos más modernos y luego fuimos viajando en el tiempo, recordando los juegos de nuestra infancia. Fuimos oscilando entre peleas de Minininjas en un X-box 360 hasta cerito-cruz en una hoja de libreta.

Además de rescatar viejos juegos, de los que se hacen sólo con un mochito de lápiz y una hojita de papel desechable, nuestra cuarentena fue la resurrección de los juegos de mesa. Armamos rompecabezas, jugamos parchís, dominó, cubilete, damas, ajedrez, Scrabble, palitos chinos, damas chinas, serpientes y escaleras, Monopolio, la oca y otros tantos juegos que habíamos olvidado. Jugamos cartas en muchas variantes: continental, brisca, cuadrado, solterona, la mentira, tres pelitos, el palo, tute, siete y media, póker, la guerra, la cieguita… Todo eso entre la algarabía del ganador y las pataditas del bebé en la barriga. En pleno furor por los juegos de mesa el papá de Diego, desde la distancia, le inventó un ingenioso juego inspirado en Monopolio que se fue perfeccionando mediante sus conversaciones por WhatsApp. Cuando imprimimos el tablero y las tarjetas de #Yomequedoencasa ya no nos quedaba ningún juego que no hubiéramos desempolvado. Así que nos salvamos del aburrimiento de Diego acumulando puntos de salud y siguiendo los consejos del Doctor Durán y Cimafunk. Nuestra aventura con los juegos de mesa terminó cuando di a luz y tuvimos que mudarnos por unos días al hospital. Diego se fue para casa de su papá y allí siguieron jugando. Ellos salieron por la televisión hablando de su famoso juego, mientras el papá de Oliver y yo cuidábamos del nuevo miembro de la familia y pensábamos cómo entretener a Diego en nuestra nueva condición.

No hemos vuelto a jugar con tanta regularidad, de vez en cuando un póker o un Scrabble entre los buches, los pipis y las cacas del bebé. Para Diego se abría una nueva etapa dentro de la cuarentena y para nosotros, los grandes, un período complejo en el que debíamos equilibrar nuestras energías en función de dos niños con nueve años de diferencia. Hemos podido integrar al niño a las dinámicas del bebé que, por su parte, duerme las siestas con la batalla de alguna película de aventuras de fondo. Diego ha desarrollado un hábito de lectura que antes no tenía y lee diariamente en solitario, aunque lo que más le emociona es contarnos las historias que leyó.

Si en algo fallamos fue en no ponerle una buena rutina de ejercicios. La primera vez que salió a un parque cuando La Habana estuvo en Fase 1 en el julio, después de tanto tiempo sin ejercitarse, se cayó de la bicicleta y tuvieron que cogerle cinco puntos en la frente.

Ahora, cuando nos aproximamos a la “nueva normalidad”, Diego está más grande, más gordo, más maduro, con mayor conciencia de la vida y de la muerte. Mi hijo está ansioso por el retorno a la escuela. Contará todo lo que aprendió, hablará sobre el coronavirus y sobre el nacimiento de su hermano, dirá que su papá le inventó un juego sobre la pandemia y salió en la televisión, dirá que el papá de su hermano le enseñó a hablar inglés, contará emocionado cómo las focas se salvan de las ballenas asesinas escondiéndose detrás de un trozo de hielo, contará cómo Anakin Skywalker se convierte en Darth Vader corrompido por el lado oscuro de la Fuerza, hará las historias de los libros de Ivette Vian y Eldys Baratute, cantará una canción de los Van Van de los años ochenta, mostrará la cicatriz de su frente y también dirá inevitablemente que estuvo un poco aburrido, aunque nuestros esfuerzos por entretenerlo hayan sido inmensos.

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