Durante el Período Especial ―me siento un poco mal escribiendo esa frase en mayúsculas― se contaba este chiste: tocan a la puerta de una casa…
―¡¿Quién es?!
―¡Es la luz!
―¡Pase!
―¡Qué va, si ya me iba!
Ahora, la luz no toca casi nunca la puerta de las casas en Cuba. Parece haberse mudado para siempre. Parece que no quiere entrar ya a los hogares y quedarse ahí, quieta y sin moverse.
Cuando yo era un niño, los apagones eran sucesos pintorescos, extraordinarios, que se recibían con gritos de sorpresa, excitación y juego. Muchas veces venían acompañados de sirenas de aviso antiaéreo y los adultos se tomaban el asunto con mucha seriedad y no se atrevían a encender un cigarro en un balcón porque esa luz podía ser detectada con facilidad por el hipotético avión enemigo.
Después, en los noventa, los apagones cambiaron; empezaron a ser constantes, largos, programados, ofensivos, molestos, propios del declive de un tipo de existencia, no parte de la experiencia de lo inusual.
Los apagones de los ochenta venían acompañados de juegos, canciones, diabluras; y hasta se recibía mal la llegada de la luz, que frustraba la cercanía de los enamorados, la complicidad que abría la puerta a las confesiones adolescentes, el momento del juego familiar y de la reunión de todos los de casa (que con luz era muy difícil de mantener).
En los noventa, algunas de las canciones sobrevivieron, pero cuando la comida empezaba a oler mal en la cocina por falta de frío, cuando nos perdíamos la novela brasileña favorita o el juego de pelota que tanto habíamos esperado, cuando había que aguantar hasta la madrugada para poder estudiar para el examen de la próxima mañana ya no se festejaba el apagón ni se le hacían apologías ni se le veía con la inocencia de diez años antes.
En 2025, el apagón es el enemigo de todos en Cuba. Es un enemigo conocido, inescrupuloso, que disfruta con la miseria del pueblo oscurecido y necesitado de luces de todo tipo; es un enemigo frío, sádico, que se alimenta de almas pobres, cansadas, sudorosas, aburridas y sin esperanzas.
En los ochenta jugábamos a la prenda y a la gallinita ciega durante los apagones y mi papá nos contaba enigmas e historias raras del pasado y cantaba boleros que nunca habíamos escuchado y el pequeño apartamento de Santos Suárez se llenaba de vecinos que asistían a esta puesta en escena que solo la falta de electricidad propiciaba.
En los noventa, a veces, se escuchaba a lo lejos, y a lo cerca, a alguien que gritaba: «¡abajo Fidel!», jugándose el pellejo; y botellas de cristal estallaban en la noche y todo el mundo pensaba que algo más iba a hacer explosión, pero no.
En 2025, los mosquitos conocen las horas de los apagones, aunque también pican bajo el sol, durante los frentes fríos y en medio de los aguaceros de verano. Sin luz, los ventiladores están muertos y los refrigeradores continúan fallecidos ―porque esos son cadáveres vacíos, que se mantienen oscuros y deshabitados, con electricidad y sin ella, y que no recuerdan cuándo fue la última vez que sintieron la suavidad de una mantequilla derretida en sus entrañas―.
En los ochenta yo quería jugar al veo, veo cuando no había luz. No se veía nada, pero daban ganas de jugar este juego sabroso.
—Veo, veo…
—¿Qué ves?
—Una cosa.
—¿De qué color?
—De color amarillo…
En un apagón de los noventa mi padre me dijo, recostado en la baranda del balcón, que todo se había acabado y que no había nada que hacer, que los sistemas totalitarios no se caían en picada sino planeando, y que en esos momentos estábamos en medio de ese sutil descenso.
En 2025, no vivo en Cuba y no veo nada. No puedo jugar al veo, veo con mi familia de allá y no creo que nadie en aquella casa quiera jugar en medio de una procesión de oscuridades.
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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