15 años no son nada
En 2008, tras el paso de los huracanes Gustav e Ike, el Gobierno cubano limitó los precios máximos de 16 productos agropecuarios. ¿El resultado? En las tarimas de los agromercados se empezaron a vender menos productos y de menor calidad.
Luego, en 2011, recién iniciada la precaria expansión del sector privado, desde la propaganda oficial se lanzaron señales sobre las molestias generadas por los precios a los que comercializaban los productos las nuevas formas de gestión no estatal. Para 2013, entró en vigor el Decreto 318, que limitó —otra vez— los precios máximos de la venta de productos agropecuarios. Como era de esperarse, tampoco dio resultados; más bien, los precios siguieron subiendo.
La historia continuó. En 2016 el Gobierno «volvió a la carga», esta vez no solo limitándose a topar los precios de los mercados agropecuarios, sino también los de las cooperativas no agropecuarias. Los frutos de esta «novedosa» iniciativa gubernamental fueron que, para 2017, se aplicaron 21 895 multas que representaron una recaudación por un valor de 815 380 CUP. Sin embargo, no se lograron soluciones en materia de bienestar ciudadano y poder adquisitivo del salario, pero «los precios contemplados en la Resolución no se pueden violar por ningún concepto», tal y como dijo una funcionaria en aquel entonces (porque a las indisciplinas, ni un tantico así, nada).
Y como la «Revolución no descansa» ni da tregua a los precios, en ese mismo año se lanzó la ofensiva contra los transportistas privados (popularmente conocidos como «boteros»). Además de la cantidad de multas emitidas, se logró el empeoramiento del transporte. Por si fuera poco, no faltó el entusiasmo y, en Villa Clara, se llegó a apostar por quitar la licencia a los privados que no fueran a trabajar. Algo así como «si la Revolución te da el privilegio de poder ser cuentapropista (autónomo), ¿quién te crees para decidir si trabajar o no?» (semejantes ideas deben haberse dicho —o al menos pensado— en la reunión donde se discutió la «iniciativa»).
Después de 2018 —año en el que parece que la dirección del país estuvo ocupada en otros asuntos, como el traspaso del poder formal— vino el 2019 cuando, «yendo por más», los cuadros de mayor nivel dijeron «presente» en la «guerra fría» contra los precios. Esta vez comenzaron topando precios en Holguín. Para julio de ese mismo año, 12 provincias habían implementado la medida y, claramente, hubo resultados: recibieron cientos de llamadas en las que se denunciaban a vendedores que no respetaban los precios establecidos, lo que seguro sirvió para que el Gobierno «facturara» algunas multas.
En 2020, con el característico espíritu de ratificación de errores, la apuesta gubernamental del tope de precios continuó siendo la única «alternativa»; quizá pensando que el socialismo (que dicen que van a construir, pero al que no le acaban ni de fundir la zapata) no será posible hasta que no se logren topar «bien» los precios.
Tampoco funcionó, pero las autoridades responsables no reaccionaron hasta pasado el 11 de julio de 2021. Fue cuando, como parte de las tímidas medidas para aliviar la tensión social no resuelta tras el estallido social, retiraron el tope de precios. Si lo hicieron fue porque sabían que era una medida impopular.
Pero «la Revolución tiene derecho a defenderse», así que la propaganda oficial, haciendo lo que sabe hacer, introdujo en 2022 de nuevo la idea de la necesidad de topar precios. Una vez que la guerra fue avisada, apareció la enésima ofensiva y su resultado solo pudo ser el fracaso, tal y como ocurrió en Granma y Santiago de Cuba.
Teniendo en cuenta estos últimos quince años, todo apunta a que, en situaciones de aumento de precios, la medida central de las autoridades es aplicar la receta del control. La economía cubana (sin contar la del Noticiero y los pequeños escenarios aislados en los que los topes de precios funcionan) no logró nada en la materia.
¿Las teorías?
Los controles de precios —o topes— son prácticas conocidas desde hace siglos. Tienen argumentos a favor y en contra, aunque en la comunidad de economistas suele predominar la idea de que es un instrumento ineficiente.
Por ejemplo, los controles de precios pueden ocasionar, por solo mencionar:
● Caída de la rentabilidad para los vendedores, debido a que al limitarse sus precios de venta reducen ganancias.
● Pérdida de la calidad de los bienes y servicios ofertados porque, al reducirse los ingresos por ventas, una vía para que los comercializadores sostengan la rentabilidad es reducir costos que se ven reflejados en la calidad del producto final.
● Escasez, ventas ilegales y mercado negro, debido a que los vendedores pueden tomar represalias (retirar su oferta del mercado un tiempo) e, independientemente de eso, buscar conectar al margen de la ley con aquellos sujetos dispuestos a pagar más (dada la escasez). Este último elemento fomenta además una cultura de irrespeto a la ley y, al mismo tiempo, incertidumbre entre los comercializadores y demandantes; lo que incluye que en estos aumente la sensación de riesgo y de peligro de perder su sustento o ir a la cárcel.
● Hacer cumplir los controles de precios lleva costos adicionales, como los salarios de inspectores y las horas de trabajo en el procesamiento e imposición de sanciones.
Por otro lado, con menos consenso que los problemas que ocasiona el control de precios, existen algunos efectos positivos a mencionar. Por ejemplo, los controles de precios sirven cuando se aplican a algún monopolio que aproveche su poder de mercado para hacerse de una superganancia monopolista (la cual trae un costo social). Además, tienen un papel positivo para contrarrestar las expectativas inflacionarias en los agentes económicos. Aun así, no basta que lo digan varios especialistas para que funcione; y la economía cubana es la evidencia.
La explicación de que en Cuba los controles de precios no hayan sido efectivos puede incluir muchos factores, entre los que vale la pena destacar las condiciones de la economía cubana, que tiene las particularidades de:
a) la escasez de bienes y servicios, de infraestructura, así como de medios de producción, y
b) la falta de credibilidad de las instituciones para convencer de que sus políticas traerán beneficios (varias políticas económicas generan expectativas negativas en los actores económicos).
Igualmente, semejante apuesta gubernamental por el mismo método no sería un problema si diera buenos resultados, pero siempre termina por agravar la situación. Lo que sugiere que la insistencia del Gobierno en una política/herramienta ante el mismo problema no se sostiene precisamente por el uso de la dupla Ciencia-Gobierno, cuya mención está de moda en medios oficiales. Por eso, hay razones para que cualquier observador sospeche de las intenciones de los máximos responsables del control de precios cuando apuestan una y otra vez por políticas fallidas, si de cuidar el bolsillo ciudadano se trata…
A lo anterior se añade que, si cuando los controles de precios funcionan, dejan beneficios de corta duración (según la teoría), ¿por qué el Gobierno cubano, cada vez que toma cartas en el asunto, se centra en esa política de corto alcance? Lanza, además, a través de sus voceros, el mensaje de que sí funcionará o que, aunque no es la solución, ayuda. ¿Cuál es la solución efectiva en la que trabaja mientras aplica una medida que ni siquiera funciona, para ganar tiempo? Ninguna. Si los altos precios son un hueco, topar precios es un parche que ni siquiera cubre todo el espacio del hueco.
Por otro lado, la atención del Gobierno hacia los altos precios es sobre todo con el sector privado y agros estatales. Pues, por ejemplo, no aplica las mismas reglas a sus monopolios estatales y militares como las tiendas en moneda libremente convertible (MLC) u otras industriales. ¿Buscan los controles de precios gubernamentales de verdad aliviar el impacto negativo de los altos precios o es una maniobra de propaganda para convertir el sector privado en una cabeza de turco y librar responsabilidad? ¿Se trata de un pretexto para reafirmar su control sobre los privados o solo una preocupación cuando no se trata de sus empresas? Lo cierto es que, cuando topan los precios, el único que gana es el Gobierno. Comienza la represión, pero en su versión «esfera económica». En dos palabras: vigilar y castigar.
¿En dónde están las soluciones?
La economía cubana está en un punto A empeorado, y el punto B es conocido: para que baje el precio del arroz, uno de los tantos que urge, tiene que haber, mínimo, suficiente oferta (producida o importada). Así con toda la economía.
La solución al problema de los altos precios no es una solución aparte, diferenciada de otros problemas económicos del país, sino que es la misma de todos estos. Los altos precios son uno de los tantos síntomas de lo enferma que está la economía insular.
Sobre esas soluciones, algunas mejores o peores, así como del costo del camino equivocado, llevan décadas escribiendo economistas, activistas y cientos de cubanos interesados en el futuro de la nación. La recopilación de las propuestas —que no cabría en este texto— pasa por direccionar la inversión extranjera y nacional hacia la agricultura y la ganadería, hasta hacer profundas transformaciones en la institucionalidad y relaciones de propiedad, en la agricultura, la industria y el comercio.
Pero, a pesar de las tantas advertencias realizadas y alternativas señaladas por distintas voces, hasta aquí nos ha traído la «Revolución». El Ordenamiento fue un fracaso anunciado, las 63 medidas de la agricultura, las 43 del sector empresarial, la venta de dólares en Cadecas (Casas de Cambio de Divisas), el desarme de la industria azucarera, la apuesta hotelera… incluso el modelo económico en sí mismo (si es que así se le puede llamar) ha sido anticipado como un fracaso. Así que, si los decisores siguen apostando por topar precios como «la alternativa», es porque quieren, y les conviene.
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