Cuba vuelve a quedar sin luz. El ciclo y la tortura de los apagones regresa mientras las autoridades se deshacen en justificaciones. Cortes masivos, incendios forestales sobre cables de alta tensión, disparos automáticos de plantas generadoras, errores humanos, déficit en la capacidad de generación..., un sinfín de motivos que llevan siempre al mismo sitio: la oscuridad.
Herberto Padilla también ha regresado. Ha regresado porque se develó, más de medio siglo después, la grabación en extenso de una de las historias más funestas del estalinismo cubano. La autocrítica, el mea culpa, que, por un lado, desenmascaró ante la intelectualidad internacional la falacia de la autonomía para expresar y crear bajo el panóptico de la Revolución, y por el otro, sepultó a golpe de miedo y represión tanto la libertad de una generación de escritores como el futuro de la historia literaria del país.
La polémica en redes sociales se desató a raíz del documental El caso Padilla de Pavel Giroud y la exigencia de algunos para que liberara el material que le había servido de soporte por considerarlo patrimonio de la memoria nacional. El material original había permanecido bajo resguardo del Estado cubano en el «Archivo fílmico restringido» dentro del Archivo de Cortometraje del Icaic, según detalló Jorge Dalton. Pero, a la par de la polémica, el periodista y traductor cubano Jorge Ferrer liberó varios fragmentos que tenía bajo su guarda.
Más allá de las confrontaciones de ideas alrededor del caso, lo más espantoso de todo ha sido ver (ver y vivir y constatar) la horrífica noche del 71 en el Icaic, la actuación profunda y satírica de Heberto Padilla, el desagradable teatro de las autoinculpaciones de tantos otros intelectuales, la constancia de que el modus operandi ha continuado repitiéndose y ver al comisario Quesada imponiendo lo que Fidel Castro había dejado claro desde mucho antes «el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución».
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Jose Gonzalez