Sobrevivir al trabajo, al idioma, al país

Foto: Jonathan Ybema / Unsplash.

Foto: Jonathan Ybema / Unsplash.

Cuando me llamaron para decirme que empezaba el martes, era lunes, y no entendí la mitad de lo que me hablaron por teléfono. Una señora de recursos humanos parecía felicitarme del otro lado de la línea, mientras me pedía mi número de seguridad social para contratarme. 

La entrevista para el puesto de secretaria de dirección, la cuarta desde mi llegada a Canadá en 2022 —después de más de 80 currículos enviados y más de 50 cartas de motivación— pareció salir bien. Le aposté al carisma, que según mi esposo es uno de mis soft skills. Las otras habían sido a través de una pantalla, rezago de la pandemia. Y como hasta ahora ninguna estrategia había resultado por más ensayo y esfuerzo, yo no me limité, hasta me atreví a hacer algún que otro chiste para distender el clima formal en aquella aula a media luz. 

Una señora con alma de abuelita cool, mi futura directora, pasó al contrataque después de mi presentación: «ya veo que puedes comunicarte, pero ¿y la escritura?». Vi mi vida en un fotograma: licenciatura, maestría, doctorado, cursos de especialización. Yo de diploma iba bien, pero estaba verde todavía para el puesto.

«Aquí tenemos un comité para todo y eres tú la responsable de escribir el acta de esas asambleas», acentuó en broma para quitarle un poco de solemnidad a su pregunta. 

Recordé los consejos de una amiga: «no mientas en la entrevista». Y así fue. Dije mi verdad a medias. Siempre pensé: «a mí que me dejen entrar». El resto se lo dejé al instinto, a ChatGPT y, bueno, a todo ese background que uno porta consigo cuando deja su país, su zona de confort. 

Un día podré reírme de la impotencia de querer vivir —y no poder— de lo que sabía hacer en Cuba por menos de 20 USD al mes, periodismo. Haré anécdotas sobre la inseguridad que genera esa orfandad del idioma, que te hace dudar de las competencias que antes te enorgullecían. «La realización profesional es un lujo que no se permite el migrante». Repite mi amiga con tono de profeta. «Lo importante es reinventarse mientras te integras», me dice. Y uno solo repite: «si esto fuera en español, me los comía». 

Mientras, te desquitas contra el teclado antes que vuelvan a dar las 5 p. m. para poder largarte a casa con la sensación de la mitad de las tareas del día cumplidas, porque acabas de enterarte de que tu partner volvió a perder el trabajo. De retorno a la incertidumbre, temporada 4. 

La señora italiana de la renta no entiende de procesos de reclutamiento que duran meses. No le importa si la inteligencia artificial ha modificado el mercado laboral. Esa señora arriesga su cadera cada primer día del mes para subir las escaleras y contar marcialmente cada billete, cash, como ella prefiere, por aquello de los impuestos. Y tú sabes que el barco no se puede hundir porque hay gente de la familia en la otra orilla que va a apagar el Morro, que sigue creyendo en aquella dictadura de la que huiste, mientras se ahogan con el humo del carbón en espera de la corriente y de los combos de comida.  

El peso en los hombros me recuerda que no disfruté las “vacaciones temporales” entre un currículo y otro. Ahora no habrá vacaciones hasta dentro de un año. ¡Qué contradicción después de haber anhelado durante meses de desempleo el job que ahora me esclaviza! Después de tantos test psicométricos y pruebas, de respuestas preconcebidas, de los tips del consejero que te acompaña hasta que le confirmas que tu candidatura fue retenida... Pero más duro que la falta de tiempo y energía para jugar con mi hijo, más duro que el sentimiento de incompetencia que te asfixia en las noches, es tener que redactar el acta de una reunión que acontece delante de ti en otro idioma. El sentimiento de que llegaste al lugar, al país que no era. 

Una mañana te ves frente a una sarta de viejitos eméritos, ávidos de escucharse, de oír su eco dentro de la sala, como si aportaran algo a la construcción de un mundo diferente. En medio de aquel eco estás tú, la secretaria-redactora, según constará al final del acta, bajándote esa muela descontextualizada, como quien acaba de caer de fly, con la respiración entrecortada y el cerebro que no atina a comprender la mitad de la discusión en la lengua de Voltaire. Intentando no perder el hilo o al menos enterarte si ya pasaron al punto siguiente del orden del día. De lo otro se encarga la grabadora del móvil, para luego transcribir y darte cuenta de que esos eméritos hablan en otro dialecto y que para entenderlos hay que tener más calle, más tiempo aquí, más contexto, y más ganas también. Tratas de no comenzar a preguntarte: «por qué no montas un negocio». Pero de qué, qué sabes hacer que te permita un salario parecido al que depositan cada dos jueves aquí. 

Miro las notas que he garabateado en dos idiomas. Ilegibles. Mi supervisor está a mi derecha, dizque para ayudarme. Intento ocultar la mano húmeda, temblorosa sobre el papel. Pero el tic del pie me delata. Anoto a partir de qué minuto desconecté las neuronas: minuto 54. Llevamos más de una hora en esto y falta la mitad. He comprendido apenas el 40 %. 

La asamblea termina. El supervisor me mira y dice: Ça s’est bien passé, n’est-ce pas? Tu cerebro lanza la sonrisa de emergencia, porque no encuentras palabra ni en español. Total, no la comprendería. 


ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.  
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Lisett

Me parece increíble esta redacción. No tengo la experiencia de emigrar luego de hacer una carrera en Cuba pero creo que la resiliencia del inmigrante es un tipo de habilidad impresionante. Es un proceso, y como todos los procesos llevan adaptación y perseverancia. Quizás en la mente de la autora el idioma es una barrera, pero a mi criterio el hecho de que ella obtuvo el trabajo y se presenta todos los días, eso ya es un gran logro.
Lisett