Amanda, este link lleva a un video en el que una mujer grita con micrófono que el pueblo es de los revolucionarios, que gracias a la Revolución hay médicos y círculos infantiles, que se vayan los contrarrevolucionarios, qué sé yo, qué sé cuándo. Fíjate en las personas que hacen coro, en los demás, que mariposean cerca, en las banderas, en el bafle de la esquina. Fíjate en la miseria de esa cuadra y en la miseria humana de esa gente. Quien filma desde la azotea es Katherine Bisquet, has leído sus poemas. Tiene 28 años y estuvo acuartelada en San Isidro. La manifestación es contra ella, que responde con vivas cuando abajo gritan vivas al Gobierno.
Ahora mira este screenshot:
Me lo dejó en Facebook un perfil falso. Me entristece, aunque le di «me divierte». Mi madre le respondió que yo había vuelto por amor a la patria, a mi familia, una muela de esas. Yo no pierdo tiempo en responder nada porque no sé bien ni por qué lo hice. Sobre quién me paga…
En fin, están siendo días muy raros: los de más represión, pero también los más libres desde que tengo conciencia de la situación política de Cuba. He seguido los hechos minuciosamente como todo el mundo, y he tratado de involucrarme en ellos hasta donde el miedo me lo permite: todavía soy cobarde como muchos en este país injusto del que hay que huir; del que muchos no escapan, si pudieran, por cuestiones de amor o de resistencia, conceptos que ahora me vienen pareciendo casi iguales.
Visité hace unos días a Omara Ruiz Urquiola, una mujer valiente, paciente de cáncer, también de San Isidro. Había tres patrullas en la esquina. Tres patrullas para una mujer sola. Pude entrar a su casa de milagro. No quieren que hable ni que vea a nadie ni que nadie esté al tanto de su vida. Le tienen mucho miedo a su cerebro.
Así va diciembre, lleno de policías, carros bélicos, ninjas, armas largas. Están resucitando la oscuridad. Cada cinco minutos me llama al móvil un número privado. Sé que es la Seguridad del Estado, pero no tengo ganas de responder. Yo ya no tengo ganas de vivir con el corazón en la boca ni de estar con el móvil en modo avión ni de andar escondiéndome como si fuera un tipo peligroso. No tengo por qué estarme enfrentando a interrogatorios. Lo único que he hecho, como una pila de gente a la que hostigan, es periodismo. Por cuestiones de amor o resistencia, tampoco tengo ganas de irme de aquí.
De lo que tengo ganas es de mirar por un huequito el día que cualquier guardia de esos pise Miami. Descargarle a su carita de asombro frente a esas calles regias llenas de carros y edificios regios. Verlo pensando «Ahora sí llegué a la revolución». Ja, ja, cosa tan tonta.
Hace poco lo hablaba con un socio: cualquier conversación entre un guardia y yo tiene que empezar por el hecho de que yo pisé Miami y viré para atrás; de que estuve en el monstruo, le disfruté y le sufrí las entrañas, y regresé a este monstruo de la pena y el sinvivir. «Tú nunca hubieras vuelto», debo decirle, «tú sabes que el día que pongas un pie en Miami nunca más pones ese pie en La Habana, ni como turista».
Automáticamente, estar aquí todavía me hace más revolucionario y comemierda que ellos y me pone más cabeza de Fidel Castro que a ellos, que ni saben bien dónde está Birán.
Me pregunto qué defienden. «La interlocución debe partir de reconocer y defender la obra revolucionaria», dijo hace unos días Diosvany Acosta, primer secretario de la UJC. Me pregunto qué defienden. Cuál es la obra revolucionaria. No hay forma de que quieran un país que no exista en otra parte. Quiero decir, si quieren, yo qué sé, la economía de China, esa economía ya existe en China; si quieren las libertades de Suecia, esas libertades ya existen en Suecia. No quieren nada que no sea el poder y no soltarlo nunca más.
Pero ¿y los que no tienen poder? ¿El que maneja el perfil falso? ¿La mujer que grita con el micrófono y los demás infelices? ¿Los patrulleros, los ninjas, Diosvany? ¿No pasan hambre? ¿Tienen desodorante y pasta de dientes? ¿Qué bolá con ellos?
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