Intervención de Ariel Ruiz Urquiola en el Consejo de Derechos Humanos en Ginebra.
Ariel Ruiz Urquiola y los 90 segundos eternos
22 / julio / 2020
El video, ampliamente difundido en la tempestuosa galaxia de Internet, pudiera resultar inverosímil, si uno no conociera algunos antecedentes. 90 segundos. Solamente 1 minuto y medio era el tiempo asignado al hombre, para que dijera su verdad en el 44 periodo ordinario de sesiones del Consejo de Derechos Humanos (CDH) de Naciones Unidas en Ginebra. No era un tiempo fortuito o fácilmente obtenido, sino el espacio generoso que una ONG le había cedido luego de 4 días de huelga de hambre frente al organismo multilateral.
El hombre, Ariel Ruiz Urquiola, cubano, biólogo, activista, doctor en ciencias, campesino, llevaba escrita su denuncia, para no perder ni un respiro en imprecisiones. El indicador de su micrófono se enciende. Comienza a hablar.
A los 8 segundos, el martilleo del diplomático de la Isla hace que el presidente de la sesión detenga al orador. Artículo 113 del reglamento general de Naciones Unidas, recuerda quien interrumpe. Y especifica: Resolución 31-1996, del Consejo Económico y Social, todo para indicar que el denunciante no era miembro de la organización que le cedió el turno al habla. La presidencia responde que la acreditación del orador es correcta y le devuelve la voz.
10 segundos más de lectura y vuelve el moscardón de la delegación gubernamental cubana. “Sobre una cuestión de orden”, dice. Y otra vez artículo 113, porque “la persona que está haciendo uso de la palabra se ha referido a cuestiones ajenas al tema de la agenda”. Resolución 31-96, párrafo 57, inciso a), detalla.
Pero no es suficiente la andanada y pide la palabra la representación oficial de Venezuela, que “apoya el punto de orden” de Cuba. Y después China, de manera escueta, para apuntalar también al oficialismo cubano. Y luego Australia, única voz discordante, para que dejen continuar al hombre. Y más tarde Eritrea… remachando que el denunciante está fuera de agenda.
Enfocarse en el tema de discusión, ordena el presidente de la sala y entrega una vez más la palabra a Ariel. 17 segundos de oratoria y vuelve el martilleo sobre la mesa del diplomático cubano. Y encima Corea del Norte, lacónicamente a favor del Gobierno insular.
De vuelta la palabra al activista, quien continúa, con más aplomo del que cualquiera hubiese tenido bajo semejante balacera. Solo lo dejan 9 segundos y se oye el golpeteo. “No vamos a permitir ningún tipo de violación de la agenda de este consejo”, reitera con voz engolada el vocero de la Antilla Mayor. Sale Australia al ruedo, para que dejen, de una vez, terminar al biólogo. El presidente le pide nuevamente a aquel que se concentre…
Apenas puede leer 11 segundos. “¿Hasta cuándo vamos a permitir el irrespeto a este consejo?”, chilla el enviado del Gobierno cubano. Le advierten al denunciante que tiene sus últimos 5 segundos antes de darle paso a otro orador. Pero ni eso. Transcurren 4 segundos y ya le están poniendo el “stop” desde la presidencia. Y aún Eritrea vuelve a intervenir —tiro de gracia al moribundo— para ratificar el punto de orden del oficialismo antillano.
¿Qué tenía que decir Ariel Ruiz Urquiola que valiera la pena tan bochornoso espectáculo? ¿Cuánto daño puede hacer a un Gobierno un hombre solo, representante de ninguna organización o país, que apenas tiene 90 segundos para expresar lo que piensa, en una sala plenaria semivacía?
Naciones Unidas considera arbitraria privación de libertad de Ariel Ruiz Urquiola
Pongamos por caso que Ariel fuese un farsante, un “mercenario al servicio del Imperio”, como lo etiquetarían de inmediato los medios propagandísticos del Gobierno insular. ¿No era mejor dejarlo hablar y después, con argumentos, con ideas, hacer polvo sus denuncias espurias?
Pongamos por caso que se tratara de un auténtico paladín de las más honestas causas, ¿no era más digno que diera su mínimo discurso y, luego, con ideas mejores o similares, intentar disuadir a los públicos de que lo siguieran?
Imaginemos que el activista no fuese ni lo uno, ni lo otro, sino un simple ser humano, con sus grandezas y sus mezquindades, sus pedazos de verdad y sus mentiras, ¿por qué negarle, a golpe de ridículas interrupciones, el minuto y medio de palabra pública que había conquistado?
Y uso el verbo conquistar, con total intención, porque fue exponiendo su salud que el hombre ganó la palabra. Como antes había expuesto su salud —huelga de hambre mediante—, para combatir el año de privación de libertad que le costó un supuesto “desacato” a la autoridad policial cubana. Como antes había expuesto su salud para reclamar un mejor tratamiento oncológico para su hermana.
La vida. El único bien que realmente poseemos, es lo que ha puesto en la balanza, una y otra y otra vez este hombre, para ejercer su derecho a disentir. Derecho que él ha asumido como deber, como mandato casi genético de la especie. Y eso, molesta tanto, deja tan desarmados a sus represores.
¿De qué habló, a fin de cuentas, el doctor en Ciencias Biológicas? Entre la ráfaga de perturbaciones se decodifican tres ideas: que las condiciones en que laboran los médicos cubanos enviados por el Gobierno a otros países guardan relación con la trata de personas; que a su hermana no le han atendido médicamente bien el cáncer en Cuba y que a él le inocularon el virus del SIDA como castigo a su voz disidente.
¿Locuras? ¿Exageraciones? ¿Denuncias inverosímiles? ¿Verdades con sustento? Puede que sí. O que no. A efectos simbólicos no es lo más importante. Las ideas se combaten con ideas. “Plan contra plan”, ¿no dejó dicho esto el Apóstol?
Pero quien acalla violentamente al otro ya deja expuesta, para la Historia, la manquedad de su doctrina.
Si a alguien aún le quedaban dudas de la totalitaria voluntad del Gobierno cubano para reprimir, así sea por la fuerza, cualquier voz que se le oponga, este video es la prueba irrefutable.
“Personaje construido por la maquinaria anticubana radicada en Estados Unidos”, llamaron al activista. Sin embargo, luego de ver los 90 segundos que terminaron siendo más de 12 minutos de vergüenza, tal parece que fue la mismísima CIA, desde su cuartel general de Langley, Virginia, quien dictó al Gobierno de la Isla cómo proceder. No podía haberlo hecho mejor para quedar públicamente en cueros.
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Ángel