Comienza el curso escolar, y el noticiero se llena de titulares melcochosos.
Ya estamos acostumbrados a que, a finales de agosto e inicios de septiembre, las noticias sobre una de nuestras dos gratuidades fundamentales —la educación y la salud— vengan a recordarnos la suerte de vivir en un país así.
Sin embargo, los viajes a la semilla de las cosas siempre nos muestran realidades, complejidades y suertes diferentes: esa Cuba tercera, la de los territorios, los barrios y la gente perdida en casas sin números ni censos posibles.
Rosa tiene una niña de cinco años, Camila, que ahora comienza el pre-escolar. Rosa ya compró, por un precio módico y en una cola no tan terrible, el uniforme para su hija. Pero todavía no ha terminado. Las cosas han cambiado mucho para Rosa, desde que sus padres la llevaron por primera vez a la escuela, con una jabita de mimbre en la mano.
Rosa debe comprar una mochila nueva —que la ocasión lo amerita—, una lunchera para la merienda, varios pares de medias blancas, zapatos y otra ropa necesaria. También debe comprar material escolar extra: lápices de colores, gomas de borrar, juguetes educativos y hasta algunos libros que le recomendaron.
El problema es que Rosa gana 350 CUP, y sólo la lunchera le cuesta 300; por lo tanto, este mes, Rosa tendrá que “inventar” algo, para que la niña pueda ir a la escuela, como Dios y el otro 90% de los niños mandan.
Por otro lado, Mario es el padre de Mayito; y Mayito ya comienza el décimo grado. Mayito sabe que no basta con hacerse la keratina, sacarse las cejas y apretarle las piernas al pantalón para ser aceptado por el grupo; sabe que la mayor parte de sus compañeros llevará su celular en el bolsillo, su tablet en la mochila, e incluso muchos habrán dejado atrás el pedaleo de la bicicleta convencional para desplazarse, cómodamente, en una motorina eléctrica.
Mario y Mayito han acordado que el celular será lo primero… y lo único, porque Mario, aunque recibe divisas en su centro de trabajo —unos 15 CUC mensuales—deberá vérselas negras para mantenerle una línea a su hijo con los precios actuales de ETECSA. Con el tablet y la motorina, mejor ni soñar.
Por otro lado Patricia comienza su carrera de Ingeniaría Mecánica en la Universidad de Oriente. Ella ha acordado con sus padres, dueños de una pequeña cafetería, que podrá arreglárselas con doscientos pesos mensuales. Para los padres de Patricia esa cifra es considerable, porque la venta de café no deja mucho que digamos, pero con menos la muchacha no podría sobrevivir en la beca.
Patricia ha decidido viajar todos los fines de semana. El pasaje cuesta treinta pesos, por lo tanto, solo en pasaje, la remesa de los padres sería insuficiente. Así que Patricia tendrá que… “inventar” también. Pronto revenderá ropa, leche en polvo o alguna otra cosa que le reporte esa ganancia que equilibre su economía. Es casi como si trabajara y estudiara.
La realidad de nuestros padres y nuestros hijos ya no es la misma de hace quince o veinte años. Lo que antes se consideraba innecesario y hasta “ostentoso”, ahora es vital para poder correr a la par de los tiempos que se atropellan frente a nosotros.
Y cada año tendremos que ir más rápido.
Se nos repite cada septiembre que al Estado le cuesta mucho mantener la educación gratuita. Pero a la gente le cuesta más, porque, quiéranlo o no, la gente —esos padres inventores— crean toda la riqueza que hoy el Estado puede dedicar a tratar de cumplir sus planes anuales.
Es por eso que, a finales de agosto e inicios de septiembre, yo no me conformo con la noticia de que “todo está listo” para Camila, Mayito y Patricia; y trato de imaginar, al menos imaginar, un futuro en el que no sea tan difícil pronunciar la palabra gratis sin que el alma se nos arrincone en alguna esquina de ese papel arrugado, donde alguien sacó esa cuenta, que nunca da.
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Jesse Diaz