Descalza en el salón de la casa, juega a conversar con los niños y las niñas. De momento no puede atender mis preguntas, y no la molesto, porque así puedo ver cómo se esfuerza en tranquilizar a los infantes, en motivarlos a aprender.
A ratos me cuenta de sus días laborales, del peso del sacrificio que lleva consigo, de sus luchas domésticas, de los momentos en que sintió que le querían robar su independencia personal, de sus eternas madrugadas y sus recorridos kilométricos desde la ciudad de Cienfuegos a la Refinería de Petróleo. También de cómo entre tanto bullicio infantil, todo le indica que se encontró con el oficio que le gusta.
“Llegué a este lugar buscando una “tata” que cuidara a mi hija para incorporarme a mi trabajo después de la licencia de maternidad, pero cuando me sentí subutilizada allí, le pedí a Mirelys (la cuidadora dueña de este negocio) que me pusiera a prueba por tres meses, para comprobar mis capacidades”.
Varios meses después ya está que no le da tiempo a quitar la mirada sobre los niños que retozan en el salón de la casa. Y aunque llegué a la hora menos recomendada, Yoanna me recibió sentada en el piso, a momentos saltando, corriendo, acostada o jugando al caballito con el que menos quieto anduviera.
Decía en alta voz que él prefería 10 hombres brutos a cinco mujeres inteligentes.
“Cuando terminé el noveno grado escogí técnico medio en Tecnología de los procesos de la Industria del Petróleo, una carrera con amplio futuro en la provincia, pensé, porque recién se había reactivado la refinería con Petróleos de Venezuela y el contenido de trabajo parecía formidable”.
“Aunque allí al final solo estuve los tres años de servicio social. En los primeros trabajaba por turnos para atender la planta de agua que abastece la refinaría, y parte de mi función era enfriar los equipos. Era importantísimo, abrir y cerrar válvulas, apagar y encender bombas de agua. Una labor aparentemente complicada para una mujer, pero que a mí me gustaba”.
“Cuando empecé a trabajar diario las cosas cambiaron. A mí y a otras compañeras de aula nos mandaron a barrer y limpiar el área, no nos daban contenido de trabajo, para nosotras no habían actividades laborales, creo que sobrábamos allí, eramos como una plantilla inflada, y eso me frustró.”
“Además, llegó un punto en que no soporté más al jefe de planta que nos tocó durante esa etapa.”
“Era un tipo que decía en alta voz que él prefería 10 hombres brutos a cinco mujeres inteligentes, y nos mandaba a hacer café, a limpiar aquí, a limpiar allá.”
“Yo no soy una mujer sumisa. Siempre me dije que trabajaría para conseguir el poder sobre mí misma, el dinero mío, sin tener que depender de nadie. Ninguna de mis amigas se quedó allí para seguir en aquellas condiciones.”
“Como resultado de todo aquel ambiente abandoné el puesto y me fui para mi casa en busca de una mejor opción, y en esa búsqueda estuve buen tiempo, tratando de encontrar algo donde mis condiciones de mujer no constituyeran un freno para el trabajo.”
“Así fue como llegué a aquí, al Patio de Dora, donde me exigieron desde un inicio que amara a los niños y niñas, que los hiciera míos, que dejara los problemas en casa. Este lugar me ha reactivado los deseos de trabajar, de buscar cosas nuevas y por eso todavía no se me quitan los deseos de regresar al jardín infantil todas las mañanas.”
“Aquí pierdo la noción del tiempo, entro a las 6:20 de la mañana y no salgo hasta las cinco de la tarde. Los pequeños siempre esperan de mí algún regalo, y le traigo canciones que encuentro en libros viejos, les invento cuentos, juego con ellos y hasta yo me divierto muchísimo”.
“No tengo conocimientos pedagógicos, pero me sobra voluntad. Soy de las que desea poco y me entrego a algo que me gusta, y ahora también soy una educadora por cuenta propia”.
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