“Acere, yo soy hombre a todo”. Esa frase retumba en cualquier acera cubana. Nuestra sociedad es machista. Sin dudas lo es. Incluso, aunque no es exactamente lo mismo, también patriarcal. Pero ¿vivimos un machismo sin conflicto? ¿Somos machistas y ya?
Muchas cosas cambian en Cuba. Algunas más evidentes y rotundas. Otras hay que mirarlas en sus matices. El machismo, la relación entre mujeres y hombres, la relación entre hombres y hombres, el patriarcado, sus manifestaciones diversas y en desafío, son de esos asuntos que pueden responderse con un “sí, pero no tan así”.
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Hay tres dimensiones, al menos, para mirar en Cuba el asunto de los hombres. Uno, la diversidad de las interpretaciones sobre este asunto; dos, las manifestaciones en actitudes; tres, su relación con un proyecto social emancipador.
Un botón de muestra de la complejidad del tema es la existencia de dos polos que, con un rosario de matices entre ellos, cuentan lo que la Isla es hoy en materia de ser hombre. Al tiempo que hay más padres en las escuelas, hospitales, parques y casa al cuidado de hijas e hijos, se expande el fundamentalismo religioso con doctrinas retrógradas respecto al rol de hombre en la vida familiar.
No me aventuro a afirmar cuál de esas tendencias tiene más fuerza hoy en Cuba. Intento, en los párrafos que siguen, encontrar pistas para comprender y asumir el asunto de ser hombre como apuesta por un proyecto emancipador.
Afirmo entonces que emancipación es deshacer comprensiones y actitudes rígidas, inflexibles, prejuiciadas. Es superar lecturas binarias de la realidad que reducen y excluyen. Es aprender a pronunciar el mundo en plural. Es asumir rupturas que en ocasiones causan dolor.
La lucha por este camino social y humano tiene perspectivas diversas. Entre ellas, el carácter relacional de todo proceso de liberación. Relación entre naciones, grupos étnicos, religiones, culturas; relación entre mujeres y hombres.
Las luchas feministas han producido comprensiones disímiles sobre el ser mujeres, el querer ser mujeres y el llegar a ser mujeres emancipadas, sujetas de su propia libertad. Como condición de esos alcances, y verificación del carácter relacional de todo proceso de liberación, han exigido y condicionado comprensiones nuevas sobre la masculinidad.
No obstante, el tema de lo masculino —la otra cara en los análisis de género— cobra su propia autonomía y exigencia como proyecto y hechura liberadora: problemas, experiencias y acumulados específicos. El desafío de la masculinidad es un asunto político en sí mismo. También ético, corporal, afectivo, cultural e ideológico.
Como todo asunto social, histórico y humano, este encara el conflicto político entre opresión y libertad. Por tanto, su carácter plural nos lleva a hablar de masculinidades. Incluso, podemos hablar de masculinidades en disputa desde el sentido común hasta las agendas públicas, pasando por la academia, la religión, el derecho, la economía.
Las masculinidades son atributos, valores, comportamientos y conductas características de los hombres. Su pluralidad cuestiona la validez de un hombre universal, de una condición natural. Reconoce que hay muchas formas de ser hombre.
Las masculinidades son procesos complejos en los cuales, como describe Kaufman (1989), “se combinan el poder, el dolor y el goce” en el marco de la socialización y la construcción de subjetividades acordes a las representaciones del ser varón, hombre, masculino.
En cada cultura se producen y aprenden mecanismos y códigos que soportan y explican esta diversidad. Identidades como la raza, la orientación sexual, la condición o clase social, la pertenencia a determinados grupos, denotan las diferenciaciones masculinas.
No obstante esa diversidad, existe una noción predominante de lo masculino, cuyo carácter describe al hombre independiente, racional, atrevido, autónomo, activo, productivo, heterosexual, proveedor, exitoso, dominante. Pero, sobre todo, con reserva sobre sus emociones y afectos.
Términos como virilidad, energía, fuerza, firmeza y aguante le son afines. Para esta noción, además, ser padre es afianzar la masculinidad en la capacidad biológica de fecundar, y el rigor, la escasa comunicación y la distancia afectiva con su descendencia son comportamientos distintivos.
Un rasgo esencial de la masculinidad predominante es la violencia, manifestada de maneras abiertas y veladas (micromachismos). La violencia masculina tiene una triple vertiente: contra las mujeres, contra otros hombres y contra sí mismos. La primera se sustenta en la supuesta supremacía de lo masculino frente a lo femenino. La segunda se justifica en el atributo de virilidad que otorga el poder dominar a hombres más débiles. La tercera resulta del estereotipo de hombre fuerte, descuidado y negligente, que no teme al dolor o la enfermedad y que reprime sus emociones.
La masculinidad predominante se basa en la confrontación con el ser femenino. Establece una relación tensa con esa “estructura de incertidumbre” que necesita controlar, como describe Víctor Seidlerz (2003). Detrás de la comprensión de que “ser hombre es no ser mujer y viceversa”, se esconden y actúan la homofobia y la misoginia, instituciones que el patriarcado ha creado para perpetuarse.
Dentro de este modelo, la sexualidad se vuelve impositiva, compulsiva. Una forma de afirmación de la masculinidad. Para muchos hombres, la vivencia de la sexualidad es un deber en el cual la tarea debe ser bien cumplida. Aquí, la virilidad a toda prueba explaya sus exigencias; el cuerpo es una máquina, un objeto; la separación entre el pensar y el sentir, herencia occidental, se hace más extrema; el falocentrismo, institución patriarcal, tiene su expresión más tangible, aunque su poder simbólico trascienda la condición biológica del pene.
Ese tipo de relación oculta ciertas fragilidades. El derecho a ejercer ese poder responde a presiones que producen dolor, aislamiento y alienación en la relación consigo mismo, con otros hombres y con las mujeres.
Hay hombres que manifiestan lo solitario y frustrante que puede ser vivir bajo los preceptos de la masculinidad tóxica, la que impide mostrar rasgos considerados femeninos, enfocada en la competencia y el rendimiento, y que rechaza cualquier apariencia de debilidad. El hombre predominante aprende a utilizar el lenguaje como una forma de defensa contra el sentimiento y el contacto, porque ambos son una amenaza para su masculinidad.
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Se habla de una “paradoja del sistema de masculinidad”: los hombres diseñaron un modelo que los afecta por no poder cumplirlo. Esto explica que tienen más probabilidad de suicidarse que las mujeres (3,5 veces). Existe mayor riesgo de morir por infartos cerebrovasculares y del miocardio, por colisión de vehículos, asfixia por sumersión, caída accidental, electrocución, homicidio (a manos de otro hombre). Además, mueren en edad más temprana por no pedir ayuda, no ir al médico ni recurrir al apoyo emocional cuando se necesita. Esa paradoja devela un tipo de masculinidad sacrificial.
Se habla, también, de masculinidades subordinadas, en las cuales algunos rasgos de la noción predominante no aparecen. Hombres que no son tan fuertes, con poca capacidad económica, sin autocontrol emocional y que pertenecen a alguna minoría.
Es un hecho que la masculinidad predominante fue históricamente construida y socialmente aprendida. Las personas son socializadas bajo concepciones de género, pero este no es un proceso uniforme, pasivo y homogéneo. Esto implica que, también, puede ser impugnada, desaprendida, subvertida.
Frente a esta realidad aparecen masculinidades alternativas: hombres con disposición a analizar críticamente su condición histórica adquirida y a elegir otras comprensiones y actitudes. Elegir otro modo de relacionarse, no en base a la violencia y la exclusiva atracción sexual, sino en la igualdad, el respeto a la diversidad, el derecho y la necesidad de experimentar y expresar emociones, en base a una paternidad ejercida como deseo consciente y posible, y el involucramiento y compromiso con las tareas reproductivas.
Es necesario superar lo que José Manuel Salas (2005) llama el “síndrome de normalidad”, que nos impide cuestionarnos y actuar en otras dimensiones. Ser hombre no debe implicar, nos dice Rivera-Medina (1991), “poseer poder, tener privilegios y sufrir penurias”.
Asumamos que la ternura, el cariño o la docilidad no son más femeninas que masculinas. Son muchas las áreas de la vida social (pareja, familia, afecto, erotismo, amistad) que se ven beneficiadas de esta comprensión y actitud. Pasemos, como invita el propio Salas (2005), de ser “hombres con problemas” a ser “hombres problematizados”. Apostemos por socializar un tipo de relación de género complementaria y humanizadora.
De las luchas feministas ha de traducirse la necesidad política de comprender el ser hombres, de proyectar el querer ser hombres y el llegar a ser hombres emancipados, sujetos de su propia liberación. Hombres sentipensantes, diversos, cuyas fuerzas física, emocional e intelectual, como afirma Patricia Ponce (2004), sean esgrimidas para “liberarse a sí mismo”. Hombres capaces de ver críticamente aquella tradición que impide reconocer la “sinrazón masculina”, y superarla.
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Referencias
Kaufman, M. y Horowitz, G. (1989). Sexualidad masculina: hacia una teoría de liberación. En M. Kaufman (Ed.), Hombres: placer, poder y cambio. Centro de Investigación para la Acción Femenina, República Dominicana.
Ponce, P. (2004). Masculinidades diversas. Revista Desacatos, 16(15).
Rivera-Medina, E. (1991). Hombres: poder, privilegio y penuria.[Ponencia]. XXIII Congreso Interamericano de Psicología, San José, Costa Rica.
Salas Calvo, J. M. (2005). Hombres que rompen mandatos. La prevención de la violencia. Lara Segura & Asociados, San José, Costa Rica.
Seidlerz, V. (8 de abril de 2003). Masculinidad, discurso y vida emocional. [Conferencia].
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