Crecí en una familia que en Cuba llamaríamos “humilde”. A mi madre se le fue la vida tratando de alimentar y educar a sus 6 hijos y podría decir que lo hizo lo mejor que pudo. En esa crianza, dada la precariedad y su falta de tiempo, pues pasaba muchas horas en la máquina de coser. Faltaron muchas cosas, entre ellas las lecturas a la hora de dormir y las visitas a los “lugares infantiles”. Vine a conocer el Zoológico cuando, a la edad de 17 años, el novio de turno me llevó al que se encuentra en la calle 26 nuevovedadense. Al llegar, amé el trío de venados que esperan a los visitantes. Luego entendí que aquellos animales son los únicos libres del recinto, aún cuando se encuentran petrificados.
Mi primera emoción ya dentro fue una mezcla de desasosiego. Aquel era el lugar que muchas personas consideraban de visita obligatoria y yo lo que encontraba por doquier era animales enjaulados, encerrados en pocos metros cuadrados, a quienes la gente lanzaba un pedazo de algo, a pesar de que las reglas de la casa lo proscriben. Desde entonces, y a pesar de haber llevado a mi hija un par de veces al Zoológico, me preocupan los animales en cautiverio.
Ya de adulta el feminismo me hizo cuestionarme la manera en que el homo sapiens subyuga a las otras especies animales. Entonces me adentré en otras maneras de concebir la relación de nuestra especie para con esas otras y me declaré antiespecista y por tanto, en contra de aquellas instalaciones que tienen animales en cautiverio.
Luego, cuando me leí varios textos y vi un filme sobre los zoológicos humanos no pude escapar a la sensación de estar viviendo en carne propia, lo que una ballena podría experimentar cuando tiene que realizar 3 actos al día, en cualquiera de los acuarios del mundo, para hacernos divertir.
¿Será que sufren estos animales como nosotros prevemos que nos dolerá el encierro? ¿Qué nos hace creer a los seres humanos que podemos disponer de vidas no humanas, pero igual de trascendentales, al punto de cercenar su libertad?
El argumento más difícil de deconstruir es aquel que habla sobre la supuesta utilidad de dichas instituciones para la educación de las nuevas generaciones. Madres, maestros, padres, insisten en que sin ellas no será posible que sus hijos vieran, por ejemplo, un mono cuando se vive en plena urbe como puede ser La Habana.
Yo sé que el presente es un debate que aún no ha comenzado en Cuba; sin embargo, como otros “cambios de paradigmas”, y gracias a la globalización, dudo que quede aún demasiado tiempo para que empecemos a discutir estos temas. De hecho en los últimos años han nacido en el archipiélago, iniciativas de protección animal muy interesantes y que de algún modo nos están abriendo el camino. ¡Entonces ahí vamos!
(El Toque es una plataforma que abre espacio a voces múltiples. Las opiniones aquí expresadas no necesariamente representan la visión del proyecto, pero las publicamos porque creemos en la necesidad de lo diverso)
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