“Acomódense donde puedan”, nos dice Kety mientras termina de ajustarle las extensiones a la clienta de turno. “No hay corriente ni agua hoy. Se fue desde hace rato, pero a mí no importa, no puedo cerrar cada vez que pasa eso”, le comenta a otra muchacha que espera por una depilación de cejas, y que ya sabe de antemano que no podrá hacérselo con cera caliente.
Son las cuatro y media de la tarde y piensa seguir allí hasta cerca de la siete. A diario solicitan sus servicios más de 30 personas en “El valle de Beraca”, céntrica peluquería de Santa Clara que esta joven administra a modo de cooperativa.
Debe su nombre a un pasaje bíblico del Antiguo Testamento que también se conoce como el Valle de las Bendiciones.
Cuando tuvo que dejar la carrera de Comunicación Social por motivos personales, casi al concluirla, pensó que todas las puertas se le cerrarían. Sin embargo tomó todos los cursos que pudo desde secretaría hasta masaje estético, y finalmente terminó con una plaza de técnico en ecocardiograma en el cardiocentro de Santa Clara. También se encarga de la organización de las consultas y velar por la óptima condición de los equipos en su puesto de trabajo.
“Ustedes me ven aquí, pero yo estuve en el hospital toda la mañana. Empecé en la casa arreglando uñas pero la clientela fue creciendo y decidí llegar a las grandes ligas. Aproveché este espacio vacío en el centro y fundamos aquí la peluquería. Somos ocho, y prestamos todos los servicios relacionados con la belleza y el estilo. Cobramos por lo que hacemos. Unas veces se sale mejor que otras. Además, recibimos un por ciento de las ganancias generales”.
Mientras Kety concluye las extensiones, se forma una cola en la puerta. Sueña con agrandar el espacio, la ausencia de mercancía en las tiendas resulta el primer impedimento para hacer crecer su establecimiento, ya que la mayoría de los productos que utiliza regularmente no se comercializan en Cuba.
“Tengo que acudir a otros mercados. A veces empiezas a utilizar uno nuevo que salió y cuando vas a la tienda ya no lo encuentras. Para mantener la calidad del servicio se pasa mucho trabajo porque hay pocas opciones”.
En el hospital, a Kety la conocen como La Generala, calificativo que ha llegado también a oídos de las muchachas de la peluquería. No le agrada mucho que le digan así, y sonríe mientras indagamos la razón, pero contesta el por qué. Cuando pidió vacaciones en el hospital, muchas cosas no funcionaron bien, al punto de que se volvió casi imprescindible, una especie de muro de contención para los problemas.
“Hasta el médico me dio un beso y agradeció que volviera. En cualquiera de mis dos trabajos hay que tener mucha paciencia, y sabemos que los pacientes no la tienen. Por supuesto, nadie sano va a un hospital, pero es difícil, porque todos se imaginan que su problema es el más grande. Claro, no los puedes maltratar, eso nunca. Lo mismo que aplico allá lo aplico aquí. Tienen que confiar en quien los está atendiendo”.
“A veces he tenido trabas con el problema de los horarios, pero he tratado de llevar los dos de la mano. Aquí tengo una amiga que se encarga de todo hasta que llego más tarde y puedo incorporarme. No puedo dejar el cardiocentro por la simple razón de que me gusta trabajar allí. Si hasta ahora he podido con los dos, sigo pa’lante. No quiero abandonar ni el uno ni el otro”.
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