Hará una semana, en el portal de la carnicería frente a la cual vivo, y desde un balcón que me salva de muchas cosas al tiempo que me sumerge en ellas, hubo un encuentro de jóvenes que celebraban (ellos no sabían que celebraban) el fin del toque de queda en La Habana. La medianoche había quedado atrás y la calle estaba desierta.
Edad promedio: 19-20 años. Era un grupo de once donde había tres mujeres. Tras un rato de risas, gritos, saludos y comentarios en forma de altercados joviales, el grupo se escindió en tres. Las discusiones fueron acentuándose. Una de ellas, en torno a ciertas cosas capaces de evidenciar el éxito social, se transformó en algo serio. Se trataba de dos jóvenes que reñían sobre una cuestión: cuál de ellos había tenido más mujeres. Más sexo con mujeres. Más encuentros sexuales. Cuál de ellos poseía mejor ropa (de marca: camisetas Puma, zapatillas Reebok, etc.) para frecuentar fiestas y realizar conquistas. Ropa no dentro de los cánones de la elegancia informal, sino piezas deportivas, juveniles, de líneas suaves y ágiles.
Otra discusión se desenvolvía en un rincón, entre la carnicería y el edificio vecino. El grupo en el cual tenía lugar se desplazaba constantemente, pues era (o quería ser) una escaramuza sexual: uno de los chicos pretendía acariciar a su chica. Había un testigo: una segunda chica. La tercera intervenía en el diálogo competitivo acerca de quién era el conquistador más exitoso, y de vez en vez hacía llamadas por teléfono desde una cabina.
Desplegar un erotismo eficaz o tener suerte con las chicas
En un mundo notablemente marcado por la pobreza material, la necesidad de encajar es muy fuerte en el universo de los jóvenes. Intercambios de ese tipo sueltan su vapor en el ámbito del poderío de lo erótico, que, como se sabe, no es solo carne y jactancia o realidad de los atractivos, sino construcción de una imagen propia, disfraces convincentes, procesos intimidatorios (para que otros contrarios o pretendientes dejen el terreno libre) y la utilización de un lenguaje persuasivo que los demás puedan oír y entender.
Altercados, polémicas y simples actitudes petulantes, matizadas por las bromas, dentro del portal de una carnicería cubana ahora mismo. Ya sabemos lo que un lugar así puede ser o representar en tanto análogo de cualquier sitio en Internet donde haya espacio para debates y se practique la democracia de las voces. Sin embargo, aquello me pareció el teatro de operaciones de un complicado ritual de apareamiento en el cual los testigos cardinales eran, en definitiva, esas tres muchachas. Ellas estaban allí para escuchar, aconsejar y calificar. Tenían, sin saberlo, el mando. No se comportaban como un jurado, pero eran el jurado.
Yo también puedo hablar como yo quiera
Entre los muchachos, y solo entre ellos, a veces surgían obscenidades. Hasta que dos de las muchachas, al intervenir, asumieron también ese derecho: el de decir malas palabras y traspasar así ciertas fronteras, lo cual no es infrecuente hoy. Pero el límite de lo que yo esperaba presenciar se rompió cuando, en el grupo en el cual el acosador (era un acosador simpático y campechano, por así describirlo) acosaba a la chica deseada, la otra chica, testigo y reguladora de la situación, le dijo a la deseada, que insistía en negarse a todo: Pero, chica, cógesela aunque sea. Frase llena de estratos a causa de sus orígenes, sus consecuencias, sus intenciones. En lo que a mí concierne (y vivo en un sitio privilegiado) no todos los días escucho algo así.
Después de oír aquella frase volví a comprobar que el acoso, aun cuando se producía entre breves gritos y risotadas, era muy real, y que, al mismo tiempo, había una respuesta —la incorporación del deseo— matizada por el orgullo de la deseada. Una respuesta, sin embargo, como de aceptación con condiciones. La otra muchacha, insisto, era un árbitro, una consejera, una moderadora que sabía cómo pactar.
Alrededor de lo erótico hay un forcejeo solapado que se manifiesta ahí cuando uno entra en el ruedo, con curiosidad de testigo que se incorpora al asunto, o como observador distante. Porque, invitado o no, y de forma consensuada o no, el observador sí participa.
Un simple conjunto de diálogos entrelazados puede conducirnos al aspecto opresivo del yo: el yo oprimido, el yo opresor. Diálogos que, en ese caso, ponían de relieve la diversificación de la identidad entre sus máscaras. Cada quien tenía allí la posibilidad de representarse a sí mismo, como suele ocurrir en cualquier dinámica de grupo. El objetivo era uno solo: que los mensajes sobre el yo fueran no solo comprensibles, sino también aceptables.
Por otro lado, ¿quién que es no se enmascara?
El territorio de lo erótico
Su propio poder transforma el erotismo en contexto, en trasfondo, y es como una sustancia superconductora, atmósfera y catalizador de reacciones en el nivel social. El grupo, por lo general, es un modelo a escala de nuestro sitio en la sociedad. Y el erotismo deviene un lenguaje lleno de impregnaciones, desde las más carnales hasta las más politizadas.
Con respecto al erotismo es difícil desconocer qué ocurre, puesto que su territorio es tanto lo real como la idea de lo real. No hay que olvidar que sabemos qué está sucediendo, pero muchas veces no sabemos si el origen de eso que sucede está en lo conocido o en las expectativas que lo conocido despierta.
¿La invitación, cógesela aunque sea, funcionó? No lo sé. Tal vez funcionó a medias o con rotundidad o se creó allí un puente hacia algo mayor. Solo sé que las sombras cubrieron la escena y únicamente se oían algunas risas mientras los duelistas del otro grupo intentaban vencerse el uno al otro con alusiones al dinero, a tener o no tener un gran paquete de datos móviles (cuestión esta que hoy, en Cuba, se ha convertido también en un síntoma de posición social) o a la calidad de sus respectivas viviendas. Porque, al cabo, pareciera que no es lo mismo ofrecer, para el sexo, una cama camera y con buen colchón (artículo bastante caro en Cuba), que una cama pequeña y envejecida por el uso.
Ese punto en particular es muy interesante. Suponer que una muchacha agrega o resta puntos, según el tamaño y la calidad de la cama, es reducir su sensibilidad a la de un artefacto erótico emotivo que la cultura patriarcal le impone como condición e identidad casi obligadas. O sea, me refiero a la suposición, perfectamente sexista y discriminatoria, de que una mujer joven, inexperta y deseada no tenga otra manera de calibrar y evaluar una simple cama si no es para justipreciar, a continuación, a un amante posible. Y eso, entre otras cosas, es lo que está en las mentes de esos jóvenes que se reúnen en el portal de la carnicería. En consecuencia, lo que sucede es, creo, una victimización, una cosificación inconsciente.
“Mijo, tú eres un vegetal”
Con esa frase remata un contendiente al otro. Le pone esa etiqueta, vegetal, para indicar su inmovilidad, su quietud, su falta de progreso. El vegetal no tiene una buena cama ni un buen paquete de datos y, para colmo, apenas cuenta con conquistas erótico-sexuales.
Como puede uno darse cuenta en esos ambientes que se transforman temporalmente en pasarelas, el contagio de esos arquetipos de dominación es un fenómeno que sobrevive gracias al artilugio de hacerles creer, a diversos grupos de mujeres, que son ellas las que toman las decisiones erótico-sexuales. Esto, en sí mismo, es bastante complejo porque, por poner un ejemplo, hay un tópico que se ausenta o se esconde en todas estas fanfarronadas y que, en particular, desaparece del escenario de la carnicería: el sentimiento.
No al sentimiento, no a la emoción
Un examen provisional, en ese contexto, de la aproximación humana y del dilema de la compañía deja ver algo monstruoso: que el sentimiento no es varonil y pertenece a las mujeres. Y que, si acaso, se lleva por dentro para cuando llegue la oportunidad precisa. El sentimiento nubla las expectativas del machismo, lo corrompe, y debilita por último a la cultura patriarcal.
Por otra parte, cuando asistimos al espectáculo (lo digo para describir una zona de la óptica heterocentrista) de una mujer que toma las riendas de la reciprocidad erótica, a mediano o largo plazo notamos que la opinión generalizada es la que califica a esa mujer como demasiado valiente o muy descarada o muy puta, calificativos que se hallan (lo he comprobado) en el traspatio de una actitud que ve en ellas rasgos, pondré ese ejemplo, de una hombría extraña, incongruente, sospechosa.
Hay enunciados que, a estas alturas, anhelan ser despectivos, rebajadores y humillantes al asegurar que el feminismo encierra y esconde un plot lésbico. O sea, lo que los autores de dichos enunciados llamarían conducta pre-lesbiana entendida, claro, como estigma. Da risa, pero es triste y alarmante. De ese modo, y con una saña vigorosa, se sataniza a las lesbianas como un peligro potencial para aquellas mujeres que, conscientes de la necesidad de una independencia cultural, somática y de identidad, se sienten heterosexuales pero se descarrían hacia exploraciones de una libertad rara, que no les corresponde conocer ni (menos aún) ejercer.
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