Michel es uno de los tantos cubanos que se han inyectado aceite comestile en los músculos. Foto del autor
Hombres de aceite
7 / julio / 2017
Cuando entró en la prisión, a Michel nadie le ofreció un decálogo de comportamiento. Para sobrevivir aprendió solito, por ejemplo, cómo darse a respetar cuando eres el nuevo. Aprendió que un cuerpo musculoso intimida más que uno flacucho o soso. Pero no podía saber que el aceite comestible que se inyectó en los brazos para aumentar su masa, pudo terminar en la amputación… o la muerte.
Ahora, sentado en el banco del gimnasio, lleva casi una hora ejercitándose y bromeando. Cada cierto tiempo, recibe pases por su buen comportamiento. Está recluido en lo que llaman la “mínima”, donde van aquellos con delitos menores o cercanos al final de su condena.
“Vamos a sentarnos pa´ otro lado, pa´ estar tranquilos”, dice después de una hora de ejercicios. El día fue suave, con “un poco de pecho y algo pal tríceps, pa´ mantenerme”.
El barrio, cercano a la periferia de la ciudad de Pinar del Río, permanece tranquilo a esta hora. Por las calles llenas de polvo —o fango cuando llueve—, unos chiquillos de secundaria corren rumbo al gimnasio.
“Eso lo hacemos escondidos. Es para estar bonito, tú sabes, para el pase y eso”, dice y sonríe. “Hay gente en la prisión que son bolas por todas partes, como quistes, como si fueran a explotar”, explica y señala unos brazos ficticios, hiperbolizados.
Michel habla gesticulando con sus enormes extremidades superiores. Cuenta la historia de su tragedia personal, del intento de saltar los escalones normales del desarrollo muscular.
—Miche, vamos a inyectarte— le dijo un amigo hace dos años, y aceptó. Los brazos se engarrotaron, los temblores se hicieron seguidos y sufrió “una fiebre como de 50 grados”, exagera nuevamente Michel. Pero los síntomas desaparecieron a los pocos días.
“La inyección de aceite de uso doméstico trae graves complicaciones para la salud humana, como la necrosis de extensas áreas de músculo con grandes secuelas para la función de las extremidades, la infección de los músculos, la diseminación de la infección a todo el organismo (neumonías, meningitis, pericarditis, septicemia, shock séptico y la muerte del paciente)”, escribió el MSc. Roberto Fidel Porto Álvarez en su artículo Consecuencias del seudofisiculturismo en adolescentes.
Pero Michel y sus compañeros aprendieron, con la práctica, lo que explican las investigaciones médicas: que el aparente progreso físico se acelera, pero las consecuencias siempre llegan en algún momento.
“Nosotros usamos aceite El Cocinero, el de las bolsitas. Yo veía que la gente de La Habana se inyectaba y ganaba gran cantidad de masa muscular. En un mes estaban increíbles”, dice el joven.
Este es el sucedáneo clásico de los cubanos para sustituir el Synthol, producto compuesto por ácido graso, lidocaína y alcohol benzoico, utilizado por deportistas para provocar el brillo de la piel que deslumbra en las competencias.
Por sus características, la mayoría del lípido permanece en el organismo, sin ser absorbido, y apenas se desecha un 30 por ciento. El remanente es la bomba de tiempo que puede estallar en cualquier momento.
“¿Qué cómo se hacía? Te inyectabas primero la jeringuilla de 10 cc en distintas partes —señala las porciones de piel lastimada por el uso del aceite— y después subes a 20 cc. Pero lo de nosotros era al bulto, como quiera”, afirma Michel.
La doctora Marielis tiene apenas 27 años, pero recuerda muchos casos similares, por su experiencia en la prisión Provincial. Cuenta que los internos suelen burlar, de distintas maneras, los controles para colar diferentes cosas en la cárcel.
“Allí hacen bastante ejercicio y muchos se inyectan aceite. Eso empieza como si fuera un forúnculo, y ves el enrojecimiento de la piel y el aumento de volumen. A medida que pasan los días sale como si fuera un absceso, y tienes que poner antibióticos, fomento frío”, explica.
Practicar ejercicios no solo es, como podría pensarse, una forma de ocupar el tiempo, de combatir la perniciosa soledad de la cárcel.
“El tema del uso de anabólicos o sustancias dopantes (algunas muy perjudiciales) por parte de los hombres, responde a la necesidad de reafirmar o cumplir con un modelo de masculinidad hegemónica basado en la fuerza como elemento de poder, aun cuando solo sea apariencia.
“En los centros de reclusión u otro lugar donde convivan muchos varones juntos y por extensos periodos de tiempo, la práctica de fisicoculturismo y el resultado que se obtiene —cuerpos musculosos— forman parte esencial de la identidad masculina. La ecuación puede ser sencilla: fuerza, músculos, guapería, tener huevos y otros elementos representan lo opuesto a debilidad, homosexualidad o feminidad, conceptos que supuestamente te colocan en condición de vulnerabilidad ante otros hombres”, detalla Jesús Muñoz Machín, periodista especializado en Estudios de las Masculinidades.
El gimnasio donde encontré a Michel, está cerca de su casa. Ricardo, el entrenador, es un hombre maduro, participante en numerosas competencias de fisicoculturismo.
“En mi tiempo no se hacía eso. Es algo más reciente, pero es muy peligroso, porque a veces no saben ni dónde inyectan.”
En su trabajo ha visto cómo los casos se multiplicaron en los últimos años. Algunos vienen de centros penitenciarios, otros llegan de la calle. Pero todos terminan de la misma manera, como Michel anticipó.
“Estuve un puñado de meses inyectado, pero vi cómo la gente se reventaba. Los huecos eran inmensos y me asusté. Por eso, un día de pase, fui al hospital, antes de que me pasara a mí. Me sacaron aceite con carne podrida. Se me veía el bíceps”, expresa.
Fueron meses de sufrimiento insoportable, cíclico.
“Después de la operación, las curas son terribles. Te dejan la herida abierta. En este hueco metías la mano o la pinza y la sacabas por debajo. Nunca más me inyectaría”, afirma.
Enseña los brazos para sustentar sus certezas, lo que aprendió en la cárcel. Junto a sus tatuajes ininteligibles, en la zona delantera —donde comienza el bíceps— y en la parte trasera —en el tríceps— tendrá para siempre las marcas delatoras.
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Machenko
Roberto Fidel Porto Alvarez