La psicología como ciencia —sobre todo la psicología política— pudiera jugar un papel fundamental ante la crisis que atraviesa Cuba. El ejercicio de la academia urge y se impone frente a una realidad que emerge. Asimismo, establece como prioridad el develar las lógicas que desde un punto de vista psicosocial operan en relación con la crisis de la democracia, la demagogia, los procesos de anomia y conflicto sociales; las crisis de liderazgo político y de gobernabilidad, la corrupción, la desesperanza ante un modelo económico que penaliza el éxito del sector privado y no resulta efectivo en su misión de satisfacer las necesidades básicas y generar calidad de vida en los cubanos. También de los efectos objetivos y subjetivos del embargo en el marco del conflicto político entre Cuba y Estados Unidos, las relaciones del poder del Estado mediadas por el verticalismo y la centralización de este, el anquilosamiento de las estructuras jurídicas, la influencia de los medios de comunicación y la fragmentación del tejido social.
Es válido destacar que estos temas no son nuevos en la agenda de los investigadores sociales cubanos, más bien los resultados de estas investigaciones no se han convertido en estrategias efectivas que se concreten en prácticas políticas, en la transformación de imaginarios y en la construcción de ciudadanía.
El panel de Alma Mater que tuvo a la psicología como temática, y los criterios aportados por los entrevistados —quienes se reconocen por su prestigio profesional no solo a nivel nacional, sino internacional—, ponen en contexto las limitaciones para comprender y explicar con objetividad lo acaecido el 11J. Aparece allí el reconocimiento de los condicionantes de este hecho social, como bien apuntan, nada nuevos. Estos han sido debatidos, consultados y explicados en diferentes escenarios académicos y políticos en Cuba. Bastaría con revisar los estudios realizados en el centro de investigación «Juan Marinello» o en el Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS) —por solo citar algunos—para entender que estamos ante una problemática social inédita, pero generada por condicionantes que datan de años y que tuvieron mayor visibilidad a partir de la década de los noventa.
Me atrevo a decir que muchos de estos investigadores, quienes han asumido una postura crítica y de transformación, inauguraron el concepto displicente y vicario que asume el Estado ante los que se desvían de lo políticamente correcto —nombrados «confundidos» según una de las clasificaciones utilizadas para explicar el comportamiento de determinado grupo ante el poder y sus mecanismos en Cuba después del 11J—.
En este tenor, me detengo a pensar —a decir de Bourdieu— en los efectos de la sistematización de la violencia simbólica en Cuba (y valga la redundancia) con la anuencia de los agentes y contra los que disienten en una realidad cada vez más impuesta y menos democrática. En franco diálogo con el texto de Alma Mater apuntaré ciertas cuestiones que, si bien fueron enunciadas, merecen un punto y aparte y necesitan ser puestas en discusión en términos complementarios y de análisis crítico; sobre todo en relación con el tratamiento que puede darse o no en Cuba al disidente desde un punto de vista psicológico y de salud mental —tema que percibo pendiente y necesario—.
De las muchas cuestiones apuntadas, en específico el tema sobre salud mental y calidad de vida de los disidentes interpela preguntas inmediatas sobre los mecanismos con que cuentan para responder ante el poder, cómo lo confrontan y lo re-crean en Cuba; también cómo les afecta en su unicidad y su manera particular de existencia.
No pocos estudios desde esta perspectiva declaran que el psiquismo no distingue entre derechos violados y reparaciones correspondientes a esas violaciones. El dolor ante la violencia ejercida de esta manera —unido a los escasos recursos de todo tipo para afrontarla— genera en ese otro que niego y desconozco —a quien también violento si no piensa desde el deber ser social impuesto o así percibido— importantes secuelas que deterioran la salud mental y física del afectado. Enmarco el análisis en términos de «afectado» desde la psicología porque el término víctima lo somete, lo margina y no lo reconoce en su capacidad de agente para elaborar su dolor.
En Cuba se hace necesaria la existencia de estructuras que integren programas para tratar y canalizar de manera efectiva a las personas que han sufrido acoso, violencia o agresiones físicas y verbales que se concretan en prácticas que invaden, por lo general, todos los ámbitos de actuación —laboral, familiar, escolar de ser el caso, y comunitario—. Lo anterior se expresa fácticamente en despidos de centros de trabajos, sanciones, delitos fabricados, actos de repudio, reclusión domiciliaria, conflictos familiares, etcétera.
Urgen estudios que profundicen en la cantidad de personas que se han visto expuestas a estas situaciones de riesgo psicosocial con su consecuente impacto en la salud, la calidad de vida y, por ende, en el despliegue personal. En este sentido, se recomiendan acciones que contribuyan a potenciar el desarrollo humano de personas en esta posición de vulnerabilidad. Dicha vulnerabilidad no refiere solo a una desventaja social derivada de la inequidad social agudizada en los últimos años, sino también a la mediación de lo jurídico y la indefensión.
Apunto lo anterior porque si analizamos la estructura social cubana y la disidencia, los afectados no solo pertenecen a comunidades «marginales», sino que son objeto de prácticas discriminatorias por motivos políticos (médicos, periodistas, artistas, profesores universitarios y de otros niveles de enseñanza, científicos, obreros…). Es importante, por tanto, insistir en la necesidad de trabajar para que estas personas no queden atadas al rol de víctimas, y para generarles la posibilidad de desarrollar un proyecto de vida. Este tipo de proyectos, como bien plantea Archer, deben ser agenciales y «las ventajas objetivas tienen que ser consideradas subjetivamente ventajosas, los beneficios objetivos tienen que subjetivamente valer la pena y los avances objetivos han de ser subjetivamente deseables».
La psicoterapia —sobre todo la cognitivo-conductual, de aceptación y compromiso humanista— suele ser una herramienta eficaz dado el impacto traumático que deriva del acoso, la encarcelación, la reclusión domiciliaria, el enfrentamiento constante a agentes de la Seguridad del Estado, a la vigilancia y al castigo —recordando a Foucault—.
Es importante también que, desde el punto de vista jurídico, se establezcan protocolos con base en la evidencia científica para peritar y evaluar los daños psíquicos que bien se conoce son generados por el Estado desde sus aparatos represivos. En estos daños no solo existe un menoscabo al ejercicio de los derechos del afectado, sino también a la identidad y a la subjetividad de quien disiente. No en vano, en ocasiones, se le intenta desacreditar al alegar que está enfermo mentalmente. Queda pendiente a estudio conocer, en el caso de ser cierto, si esto es causa o motivo de la disidencia o resultado de la experiencia traumática por disentir.
Los dilemas éticos son otro punto a considerar, sobre todo respecto al cómo asumo a ese otro que se criminaliza, cómo me posiciono cual psicólogo, para qué le facilito procesos de autonomía y empoderamiento; incluso, el quién eres ante tu profesión y quién eres ante el Estado cubano y los órganos represivos.
Es difícil imaginar, de acuerdo al contexto cubano actual, que las soluciones a través del diálogo se concreten, y que estos grupos que se alejan de lo pautado por el Estado, en términos políticos e ideológicos, encuentren espacios auténticos de participación ciudadana y que queden integradas sus necesidades individuales y grupales al proyecto social. No es menos importante destacar que los proyectos agenciales, tanto individuales como grupales, deberían cristalizar en este proyecto de nación que está obligado, según Martí, a incluir a todos, y para el bien de todos.
Se demandan con prontitud prácticas democráticas que contribuyan a la salud mental del que disiente. Asumir al Estado como ente protector y «benefactor», o punitivo en el peor de los casos, solo promueve mayores asimetrías y distanciamientos entre los actores políticos y los ciudadanos; a su vez, la capacidad de agencia se ve limitada, lo cual en parte puede explicar el malestar subjetivo, la anomia social y la confrontación.
Es saludable asumir y aceptar la presencia del conflicto, y comprender que el llamado a la violencia nunca puede ser parte de la solución, pues agudiza las contradicciones existentes y genera nuevos problemas que acrecientan un escenario de crisis de gobernabilidad de frente a las demandas de cambio de una parte de la ciudadanía que necesita ser escuchada e intervenida desde enfoques sociopsicológicos, psicosociales y de salud mental.
Se debe trascender lo opinativo y pasar a la investigación, como bien plantea el Dr. Calviño; y, acoto, pasar del diagnóstico de la realidad social y psicológica a intervenciones efectivas, estas últimas con resultados que se conviertan en prácticas de transformación auténticas y que posibiliten el civismo, la democracia, el respeto a las libertades y derechos individuales en el marco de un contexto cada vez más plural, menos monolítico y también más opresivo, militarizado y burocrático.
Coincido con los entrevistados por Alma Mater en que queda mucho trabajo por hacer. Es tarea de los psicólogos y de los científicos sociales en general tomar los retazos de un tejido social que se fractura y restaurarlo, como las manos bayamesas que hilaron la bandera de Céspedes en un pueblo que acrisolaba Cuba, un pueblo tan pequeño como San Antonio de los Baños.
** Este texto forma parte del dosier «Desafiando el “consenso”».
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