A Amanda le gustaba la idea, desde pequeña, de darle la vuelta al mundo. Placer y negocios se unieron en la puerta de Amanda el día que una amiga le presentó a un bisnero.
—Este bisnero va a pagarte los viajes, pero vas a ser su mula —así le dijo.
El único requisito era no llevar equipaje, el peso que pudiera traer de vuelta en la barriga del avión sería para negocio. La única seña especial de aquel hombre de Marianao era un colmillo de oro, por lo demás, era alguien común y corriente: pullover “de puta madre”, jeans ripeados en las rodillas, gorra de lentejuelas. Las prendas que, exactamente, iría a buscar a otros lares.
—¿Y por qué te escogió a ti y no a tu amiga?
—Porque yo tengo pasaporte español —guiña un ojo mientras humea su taza de café Juan Valdez, en las afueras de Medellín—puedo ir a donde quiera.
Las cifras de cubanos que se han acogido a la ley española de Memoria rebasan los miles. Esta permite obtener nacionalidad a quien pruebe documentalmente que sus abuelos o padres eran naturales de ese país europeo.
El primer destino de Amanda en 2012 fue Lima, Perú, hoy se ha subido a un avión unas 20 veces. La recibieron un cielo encapotado y el frío que nunca sintió en La Habana. Ella todo lo veía como tropicalizado y de fiesta: era su primera vez fuera de Cuba. El bisnero puso en sus manos un poco de dólares estadounidenses que tuvo que cambiar a soles para poder comer.
Se sentó en un restaurante pequeño cerca del hotelucho donde la había ubicado su enlace en Lima, cuarentona que le parecía familia de colmillo-de-oro y que miraba con desconfianza los 21 años de Amanda. Su función, definida con el jefe en La Habana, era recibirla, llevarla a comprar y se asegurarse que regresara en el tiempo y con la mercancia pactada a Cuba.
Por eso la acompañó a Gamarra, un distrito de avenidas a modo de boulevard, con edificios de hasta 7 pisos, llenos de vendedores de ropa al por mayor, y cargar lo que la cuarentona dijera.
El ambiente sofocante de las calles llenas de gente ofreciendo de todo mareó a Amanda. Y antes de que pudiera explicar lo mal que se sentía ya tenía en sus manos una bolsa de nylon semejante a las que se usan para botar basura.
Entraron a lo que en algún momento fue el parqueo soterrado de un edificio, lleno de mesas con ropa y calzado Nike, Adidas, Lacoste. Todas copias nacionales. La industria textil peruana produce en algodón y con buena calidad casi todas sus piezas. Amanda husmeó en la bolsa de nylon: pullovers “de puta madre”, jeans ripeados en las rodillas, gorras de lentejuelas.
—Ahora muchas de esas cosas no se usan tanto —dice—. Además, no he vuelto a Perú.
—El pasaje es más caro que hasta México o Panamá, por ejemplo.
—Pero, daba negocio traer las cosas de allá, ¿no?
—Da, pero de otros lugares puedes sacar más provecho por menos inversión.
Amanda habla como una bisnera. Lo es. Luego de Lima, aunque la cuarentona, según ella misma, la mantenía lejos de los negocios “para no dar la luz”, lo intentó por su cuenta con otro destino: Colombia. Esta vez ella correría con todos los gastos y los riesgos. En Cuba, sus amigas de la carrera universitaria que nunca terminó estarían dispuestas a vender su mercancía.
En Colombia fue directo a Medellín. Al Centro Internacional de la Moda, en verdad ni tan centro, ni tan modas, más bien una barriada de timbiriches y escaleras estrechas, eso sí, internacional. Ahí se encontró gente de mil partes de Colombia que huían de los excesivos pecios bogotanos, y revendedores de otros países, sobre todo limítrofes.
Sola ha dado varios viajes a la tierra de los paisas. El negocio floreció y pudo vestir con las cosas que no trae para revender. Nike, Adidas y Lacoste originales.
—A veces, en La Habana, me pongo lo que llevo para darle promoción. La gente empieza “ay, qué lindo eso”, y yo les digo “me quedan en casa de fulana, pasa por ahí”.
A finales de 2013, la prohibición gubernamental de las tiendas privadas de ropa importada fue un duro golpe para Amanda.
—Pero el cubano sabe reinventarse, y al final, escondidas, sigue la venta porque sigue la necesidad.
Los precios de la ropa en tiendas estatales, a veces doblan el de piezas de igual calidad, entrada al país por mulas. De hecho, se especula que la medida contra los cuentapropistas fue por la competencia que significaban para los establecimientos oficiales.
En 2016 Amanda quiso aventurarse a otro destino: Rusia. Ese año, tímidamente, las mulas textiles cubanas empezaron a sacar pasajes en Aeroflot. La mayoría pedían a familiares en el extranjero que los tramitara por Internet para ahorrarse unos pesos. Viraban con ropas que volaban de las tiendas clandestinas. El boom de la travesía Habana-Moscú está dado, principalmente, porque el país más extenso del mundo no pide visa a los ciudadanos cubanos. Está claro: solo los bisnes más prósperos o con mayores inversionistas detrás podrían brincar el Atlántico.
Amanda buscó en la sección Empleo de Revolico, donde el oficio de mula se anuncia junto al de informático, albañil, webmaster, y “dama de compañía”.
—Entonces me fui de mula otra vez —dice revolviendo el fondo del café—. Era mucho dinero y no quería arriesgarme, pero también quería conocer una ciudad de Europa, ¿no sé si me entiendes?
Con cero presiones, y ya no de jefa, llegó a Moscú. Su contacto allá llegó tarde, la llevó hasta un motel y le dio unos 150 dólares para su día y medio en Rusia. Sus únicas instrucciones eran recibir una carga de ropa para llevar a Cuba al día siguiente, y esperar. Pero Amanda en la calle tomó el metro hasta la Plaza Roja: hubo nevada de selfies y, con su escaso inglés, pidió comida típica en un restaurante.
—¿Y no vuelves más?
—No, ya maté las ganas, y hay mucho frío allá —me dice ajustándose las Ray Ban originales—ahora sigo viniendo a Medellín, y soy de nuevo mi propia jefa.
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