Si, como ha afirmado el gobierno cubano, la determinación de mantener el alcance y ritmo de las reformas no se dejaría sofocar por el clima de hostilidad prevaleciente con los Estados Unidos; y si, como indican las cifras, las visitas e intercambio con los emigrados no han retrocedido ante ese maltiempo, sería lógico que la reintegración de estos estuviera entre los objetivos estratégicos de las reformas, en especial, la consolidación del desarrollo y de su principal premisa, la soberanía nacional.
Las relaciones con los emigrados no suelen ser, en ninguna parte, un asunto gobernado por la política exterior, sino por la política a secas. Las gigantescas diásporas de México o China (aunque ninguno de los dos las suelen llamar así) no se relacionan con sus países de origen según los acuerdos migratorios firmados con otros gobiernos, sino mediante instituciones, leyes y sobre todo prácticas políticas propias y específicas.
Digamos, la normalización de las relaciones de Hanoi con los “vietnamitas de ultramar” (así se llaman ellos mismos y así los identifica el gobierno), especialmente con el gran flujo posterior al fin de la guerra en 1975, ocurrió mucho antes de que se restablecieran con Estados Unidos en 1996, o incluso que se iniciara el Doi Moi (sus reformas) en 1986. Además de hacer negocios o invertir (existe hasta un banco de inversiones para “vietnamitas de ultramar” que opera bajo la égida del Banco Estatal), el eje de esta normalización es político, y consiste en compartir la vida social y cultural del país, incluida la fiesta del Têt (año nuevo lunar), las rendiciones de cuenta de los gobiernos locales y la vinculación con centros académicos y de investigación-desarrollo del sector público.
Todo lo anterior ocurre a pesar de que entre estos “vietnamitas de ultramar” hay muchos que no precisamente adoran el sistema prevaleciente en su tierra natal; de que no pocos “anticomunistas históricos” intentan afectar las relaciones con Vietnam, y de que estos no carecen de recursos ni vínculos políticos para hacerlo –aunque los gobiernos de EEUU, Europa o Australia, donde son bien visibles, no les hagan mucho caso, dados sus intereses prioritarios con ese país.
Sin ignorar las obvias diferencias entre Cuba y Vietnam, su caso permite mostrar cómo puede desarrollarse un proceso de normalización con los nacionales que viven afuera, a pesar de las heridas de un conflicto que tuvo un costo terrible para los que se fueron y los que se quedaron, la descomunal escala de esa emigración (4,5 millones), el factor norteamericano atravesado por el medio, la permanencia de un régimen de partido único, y la cuestión de los derechos humanos y las libertades individuales, expuesta bajo el ultravioleta ideológico que ya sabemos. Este caso ilustra, sobre todo, que la cuestión de la diáspora de la Isla y su circunstancia no es una rareza ni se puede entender sin salirse del ombligo cubano.
Considerando las demandas sociales y económicas, la transformación cultural y las necesidades del cambio político en curso, y comparando con otras experiencias, se podrían retomar los tópicos pendientes sobre la emigración cubana, en particular, tres dimensiones clave: el reordenamiento institucional; el ejercicio de la condición ciudadana; la participación y pertenencia al proyecto de nación.
La Constitución china (1983), que jerarquiza al más alto nivel el tratamiento de este tema, dice que la República Popular China “protege los derechos e intereses legítimos de los chinos residentes en el extranjero y de los que hayan vuelto a la patria, así como de sus familiares” (art. 50, 1982); establece que entre las comisiones permanentes de la Asamblea Nacional hay una dedicada a “Chinos Residentes en el Extranjero” (art. 70); y precisa que entre las funciones del Consejo de Estado se encuentra “proteger los derechos e intereses legítimos de los chinos residentes en el extranjero y de los que hayan vuelto a la patria, así como de sus familiares”(art. 89, 12).
La Constitución de Vietnam (1992) establece que “el Estado protegerá los intereses legítimos de los vietnamitas residentes en el extranjero…, creará las condiciones necesarias para que [estos puedan] mantener estrechos vínculos con sus familias y la tierra natal y contribuir a la construcción nacional” (art.75). Y afirma que entre las funciones y competencias del Gobierno está proteger “los intereses legítimos de los ciudadanos vietnamitas y organizaciones en países extranjeros” (art. 112, 8).
Aunque en sus orígenes, 1978-79, la política hacia la emigración cubana se revisó en un canal separado a la relación con Estados Unidos, durante muchos años esta la condicionó. De hecho, no fue hasta enero de 2013 que se logró promulgar una nueva ley migratoria, para restablecer lo que ahora consagra la Constitución, cuando afirma que “las personas tienen libertad de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio nacional” (art. 52). Cuando se compara con los casos anteriores, sin embargo, se puede observar que la Constitución cubana (2019) sigue resultando bastante omisa respecto a los cubanos residentes en el exterior.
Estabilizar una relación con esos cubanos que resulte orgánica al nuevo orden y a la sociedad que la transición al nuevo modelo conlleva, desvinculándola de la existente con cualquier otro gobierno, implica institucionalizarla.
Para construir una institucionalidad legítima, se requiere, como mínimo, responder, en primer lugar, a la protección de esos residentes más allá de las fronteras territoriales, a robustecer la salvaguarda de sus intereses y derechos en el contexto extranjero, pero sobre todo a estrechar sus relaciones con las instituciones, la sociedad y la cultura nacionales. En esta lógica coherente con el espíritu de las reformas, sería concebible una institucionalidad específica, con rango estatal y perfil jurídico propio, dedicada a atender los intereses y necesidades de esos nacionales en el exterior, a desarrollar políticas públicas en beneficio suyo y del país.
En cuanto a la segunda dimensión, aunque el impulso reformador de la ley migratoria vigente abre la puerta para que los emigrados anteriores puedan recuperar sus derechos de residencia permanente, no basta para asegurar el ejercicio de la ciudadanía.
La nueva Constitución se limita a establecer que “la adquisición de otra ciudadanía no implica la pérdida de la cubana” y que no se les reconocerá a los ciudadanos cubanos ninguna otra “mientras se encuentren en territorio nacional” (art. 36) –si bien respalda un procedimiento legal para renunciar a ella (art. 38), así como para recuperarla si se ha perdido (art. 39).
Ahora bien, una cosa es el reconocimiento de la condición ciudadana y otra en qué consiste su ejercicio cuando el sujeto tiende a entrar y salir del territorio nacional en un interflujo cada vez mayor. Considerando que esos ciudadanos en el exterior pudieran recurrir a sus consulados para algo más que tramitar sus documentos de viaje y otros papeles, y asumiendo que la defensa de sus intereses y derechos en cualquier lugar fuera inherente a esta misión consular –incluyendo sus derechos humanos–, la cuestión de los límites prácticos a ese ejercicio pleno quedaría por precisarse de manera particular en una nueva Ley de ciudadanía.
Sin embargo, dado que la Constitución sigue reconociendo como cubanos al creciente número que adopta de facto otra ciudadanía, se puede anticipar que esa nueva Ley no aceptará la doble nacionalidad. Por otra parte, nada en la Constitución ni en la legislación actual impide la doble residencia permanente. Ergo, si bien para todos los fines los residentes en el exterior no son extranjeros ante la ley cubana, aquellos que mantienen o han recuperado su residencia en la Isla no tendrían limitados sus derechos ciudadanos por ningún precepto constitucional.
Este punto conduce a lo que pudiéramos llamar el significado real, y no meramente jurídico, de la condición ciudadana: la capacidad para participar y pertenecer.
La Constitución vietnamita proclama que “el ciudadano, independientemente de su nacionalidad, sexo, origen social, creencias,… tiempo de residencia, al alcanzar la edad de dieciocho años, tiene derecho a votar, y, al llegar a la edad de veintiún años, a presentarse a las elecciones a la Asamblea Nacional y los Consejos Populares” (art. 54). Es decir, la condición ciudadana no solo permite que “el vietnamita residente en el extranjero pueda invertir en el país” (art. 25), sino también elegir y ser elegido, así como participar y compenetrarse con la vida real de su país de origen.
La Constitución china lo formula de manera casi idéntica: “los ciudadanos que hayan cumplido los 18 años tienen derecho a elegir y a ser elegidos, independientemente de su nacionalidad, raza, sexo, profesión,…y tiempo de residencia.” El Plan de acción nacional de derechos humanos de China afirma que en la Asamblea Nacional debe existir una proporción de diputados “según la proporción de población urbana y rural, de minorías étnicas, de chinos de ultramar que han regresado, de mujeres, de trabajadores simples, agricultores y trabajadores migrantes.”[1] Solo se exceptúan aquellos privados por ley de sus derechos políticos.
Según datos de hace unos años, 117 países en el mundo permitían a sus residentes en el exterior participar en las elecciones.
La nueva constitución cubana, por cierto, tampoco limita a sus residentes afuera para ser elegidos o votar. Solo especifica que “para ser elegido presidente [o vice] hay que ser ciudadano por nacimiento, y “no tener otra ciudadanía” (art. 127). Pero los requisitos constitucionales para ser elegido diputado a la ANPP no replica estos requisitos; como tampoco prohíbe a ciudadanos cubanos, independientemente de su residencia, acceder a propiedad cooperativa o privada en territorio nacional (art. 22, b y d).
La nueva Ley electoral, por el contrario, establece el requisito de “residencia efectiva permanente” para poder elegir (dos años) o ser elegido (cinco años).[2] Según la interpretación de esta ley, para poder hacerlo, tiene que encontrarse en territorio nacional cuando ocurren las elecciones.
Ahora bien, quizás podamos concordar en que la pertenencia a la nación cubana, vista no en términos discursivos o simbólicos, sino culturales, sociales y y de conciencia cívica, se coloca más allá de la posibilidad y la voluntad de votar o ser elegido –lo que a la mayoría de los electores de otros países residentes en el extranjero no parece movilizarlos mucho.
Como se sabe, Fernando Ortiz, creador de la metáfora más memorable y recurrida de la cultura nacional –la del ajiaco– propuso una distinción entre cubanidad y cubanía.
Cubanidad se asocia a nacimiento, ciudadanía, registro civil, nacionalidad, reconocimiento institucional, derechos, censo, documentación legal, membresía. Cubanía implica, ante todo, sentido de pertenencia, a una cultura y una sociedad con la que se confunde, dentro y fuera del territorio nacional; conciencia de sí, y sobre todo voluntad de seguir ejerciendo esa pertenencia. Si esta significa algo distinto y más profundo que membresía, es porque el vínculo con la polis cubana, con la sociedad real, sus problemas y destino, rebasa fórmulas jurídicas e ideológicas.
Finalmente, ambas cuestiones, la del ejercicio de la ciudadanía y la pertenencia a la nación le plantean a las instituciones cubanas, tanto las del Estado como las de la sociedad civil, diseños y recursos políticos diferentes. Su eficacia y sentido no se miden, naturalmente, por la asunción de los emblemas patrios u otros códigos identitarios, sino por su capacidad para encauzar la mayor contribución al interés nacional, incluido el proceso de transición en curso, así como al enriquecimiento de la diversidad y unidad nacionales.
Reconocer, como ya ha hecho la política cubana, que su cultura no se limita al territorio insular, implica que el fomento del interés nacional y su preservación rebasan las fronteras. Naturalmente que las implicaciones de este reconocimiento no se contienen en la gestión del «sector de la cultura,» sino plantean un problema mayor para la política nacional, la que ejerce el Estado y la que de hecho pone en juego la sociedad civil, esa que, sin emitir declaraciones ni normativas, ya emprendió hace mucho la larga marcha entre la nación emigrada y, como diría Borges, su aleph en la isla.
Notas:
[1] National Human Rights Action Plan of China (2009-2010).[Cursivas del autor].
[2] Ley # 127 “Ley Electoral,” 19 de agosto de 2019, art. 7 c) y art. 9.1.
Este texto fue publicado originalmente en OnCuba y su autor es Rafael Hernández. Se republica íntegramente en elTOQUE con la intención de ofrecer contenidos e ideas variadas y desde diferentes perspectivas a nuestras audiencias. Lo que aquí se reproduce no es necesariamente la postura editorial de nuestro medio.
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