¿Por qué las autoridades cubanas emplean el término femicidio (traducción literal de «femicide» en inglés) en lugar de feminicidio para referirse a la muerte de mujeres como consecuencia de la violencia de género? Aunque es usual verlos empleados sin distinción, no significan lo mismo. Además, la diferencia tiene una fuerte connotación política: el rol del Estado ante este tipo de crímenes.
Cuando en 2019 la académica cubana Ailynn Torres Santana alertaba que Cuba proveyó el primer dato sobre feminicidios del país en un informe a la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), pudimos leer en este que las autoridades emplearon el término femicidio. Dos años después, en el especial de Cubadebate «Mujeres tras las sombras: Desafíos del femicidio en Cuba» (I y II) se explica por qué en el caso cubano se ha optado por el uso del término. La Dra. Arlín Pérez Duarte, profesora de Derecho Penal de la Universidad de La Habana, dijo al medio que se considera femicidio la muerte de una mujer por el hecho de serlo, por desprecio, por disminuirla frente al hombre, mientras que feminicidio es cuando existe un estado de impunidad y desprotección legal a nivel de Estado. Al existir en Cuba leyes que condenan el homicidio, el país no considera que exista desprotección y, por tanto, emplea femicidio para referirse al tema. Esto fue reiterado durante la Mesa Redonda dedicada al tema de la violencia de género el pasado 16 de junio. La secretaria ideológica de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), Osmayda Hernández, afirma que el feminicidio es un crimen de Estado.
Entendamos entonces los orígenes de ambos términos sobre este asunto.
¿Femicidio o feminicidio?
En 1976 la escritora y feminista sudafricana Diana Russell acuñó el término femicidio, al usarlo públicamente por primera vez durante su testimonio ante el Primer Tribunal Internacional sobre Crímenes contra la Mujer. Su intención era llamar la atención sobre la misoginia que impulsa estos crímenes letales contra las mujeres, al señalar que los términos asesinato u homicidio no lo hacen. Durante más de cuarenta años, Russell investigó sobre violación, incesto, femicidio y relaciones entre pornografía y violencia sexual en Estados Unidos, por lo que se conviritió en una autoridad en el tema en el ámbito internacional. En su conferencia El origen y la importancia del término femicidio explica que la invención de la palabra se le atribuye a la investigadora Carol Orlock, pero que fue finalmente internacionalizado en su libro junto a Jill Radford, Femicide: The Politics of Woman Killing (1992).
La conceptualización de femicidio que propone Russell es «the killing of females by males because they are female», lo cual traducido al español suele resultar en female como mujer, aunque Rusell enfatiza que también incluye a las niñas. La académica engloba como femicidio la muerte de mujeres por lapidación; los asesinatos de honor; los asesinatos por violación; los asesinatos de mujeres y niñas por parte de sus parejas tras una infidelidad, por ser rebeldes, o cualquier otra excusa; los asesinatos de esposas por inmolación a causa de una dote insuficiente; las muertes como resultado de mutilaciones genitales; las mujeres esclavas, traficadas o prostituidas que son luego asesinadas por sus dueños, traficantes, clientes o proxenetas; y las mujeres asesinadas por extraños, conocidos y asesinos en serie misóginos. También clasifica como femicidio lo que llama «formas encubiertas de asesinato de mujeres», por ejemplo: las muertes de mujeres a causa de la imposibilidad de obtener métodos anticonceptivos o abortos seguros, así como la muerte tras el contagio premeditado de enfermedades por parte de hombres que se niegan a proteger a sus parejas sexuales mediante el uso de preservativo.
Unos años más tarde, durante un congreso que tuvo lugar en 2004, la antropóloga y política mexicana Marcela Lagarde pidió permiso a Diana Rusell para traducir la palabra femicide del inglés al español como feminicidio, en lugar de usar la traducción literal femicidio. Su propósito para realizar este cambio era evitar que la traducción exacta al castellano condujera a considerarlo solo como la feminización de la palabra homicidio, algo con lo que Rusell estuvo de acuerdo. Femicide y feminicidio serían lo mismo. Pero un año más tarde, en 2005, Lagarde modificó el concepto: añadió la impunidad como factor determinante para la clasificación de un feminicidio como tal.
«Para que se dé el feminicidio concurren, de manera criminal, el silencio, la omisión, la negligencia y la colusión parcial o total de autoridades encargadas de prevenir y erradicar estos crímenes», dice en su texto «Antropología, feminismo y política: violencia feminicida y derechos humanos de las mujeres». El año pasado, Lagarde dijo en una entrevista a la revista Gatopardo que entiende el feminicidio como el acto misógino de asesinar a una mujer en medio de una enorme tolerancia social.
Marcela Lagarde tenía sus motivos para realizar este cambio: la creciente violencia contra las mujeres en Ciudad Juárez bajo el total inmovilismo gubernamental. Entre 2003 y 2006, Lagarde fue diputada en el Congreso Federal mexicano, donde logró la creación de una Comisión Especial de Feminicidio para investigar el asesinato de mujeres en Ciudad Juárez, y también dirigió la Investigación Diagnóstica sobre Violencia Feminicida en la República Mexicana. Durante su legislatura, logró impulsar la Ley General de Acceso para las Mujeres a una Vida Libre de Violencia y la tipificación del delito de feminicidio. Como explica en su conferencia Del femicidio al feminicidio: «Nosotras quisimos que se entendiera así, y ese es un añadido que le hicimos a la definición de Diana Russell, que por lo menos para México, el feminicidio es todo lo que ya dije, pero además se acompaña de todo lo que es la violencia institucional que conduce a la impunidad (…) si tuviéramos un Estado distinto, si las instituciones estuvieran para que las mujeres pudiesen tener acceso a la justicia conforme al derecho, si la justicia fuera exigible realmente, probablemente estaríamos en otra cosa en relación con los homicidios de niñas y mujeres», expresó.
Y aunque Lagarde aclara que su propuesta era para el contexto mexicano, la palabra feminicidio fue la que prendió en Latinoamérica, con o sin el añadido de la impunidad estatal. Tal ha sido el conflicto que ha generado la adición, que la propia Russell señaló que en 2008 fue invitada a un evento feminista en El Salvador y tiempo después supo que el comité organizador excluyó a dos organizaciones solo porque no coincidían en el uso de los términos femicidio/feminicidio.
Hasta su muerte, Diane Russell expresó su desacuerdo con la modificación realizada por Lagarde en relación con la responsabilidad del Estado. Consideraba —acertadamente, en mi opinión— que condiciona la definición del fenómeno a la respuesta que genera: que en aquellos casos en que los autores de los feminicidios son detenidos y encarcelados, estos crímenes ya no se considerarán feminicidios, sino homicidios.
Es que precisamente la definición de femicidio de Rusell es lo que permite, como apuntan las investigadoras Ana Carcedo y Monserrat Sagot, desarticular los argumentos de que la violencia de género es un asunto personal o privado y muestra su carácter profundamente social y político, resultado de las relaciones estructurales de poder, dominación y privilegio entre hombres y mujeres en la sociedad. Eso va más allá de que las autoridades juzguen y condenen a la persona responsable.
Otras académicas han aportado matices. Elizabeth Shrader y Montserrat Sagot incluyen en su definición del femicidio también el suicidio provocado por una situación de violencia intrafamiliar. Rita Segato insiste en la necesidad de tipificar los diversos crímenes de violencia contra la mujer para evitar el uso indiscriminado del concepto, así como reconocer que en el caso de los escenarios bélicos el femicidio muta y no apunta a una mujer, sino al género; esto le llevó a acuñar el término femigenocidio. La mexicana Julia Monárrez, por su parte, ha creado una base de datos que distingue tres tipos fundamentales de femicidio: íntimo (infantil o familiar), sexual sistémico, y por ocupaciones estigmatizadas.
Entonces, ¿femicidios en Cuba?
Visto lo anterior, sería una buena noticia que en el caso cubano se escogiese emplear la palabra femicidio, ¿no? Pues lo cierto es que Cuba usa el término, pero no se adhiere al concepto de Diana Rusell. De acuerdo con el informe cubano a la CEPAL en 2019, los casos reportados como femicidios corresponden exclusivamente a la «muerte ocasionada por pareja o expareja», lo cual es solo una parte de los crímenes englobados bajo los conceptos antes descritos. Es decir, excluye los femicidios no íntimos que también han tenido lugar en Cuba (por ejemplo, el asesinato de una mujer previa violación por una persona no cercana), así como una parte de los íntimos (cuando el crimen lo comete una persona distinta de la pareja, parientes, por ejemplo).
El Código Penal cubano vigente es la Ley 62 promulgada en diciembre de 1987 y enmendada en 1997 y 1999. Las figuras penales que tienen a la mujer como única víctima son la violación y el aborto ilícito, considerado el primero como crimen que atenta contra el normal desarrollo de las relaciones sexuales y familiares, y el segundo como crimen contra la vida y la integridad física. Los crímenes violentos no tienen distinción de sexo o género.
Por décadas el Gobierno cubano ha defendido ante Naciones Unidas la idea de que no necesita legislación específica contra la violencia de género, ya que el Código Penal contempla penas para crímenes como homicidio, asesinato, disparo de armas de fuego contra una persona, aborto ilícito, violación, pederastia con violencia, abuso lascivo, violación, ultraje sexual, incesto, bigamia, matrimonio ilegal, acoso sexual, tráfico humano, proxenetismo, corrupción de menores, daños, privación de libertad, amenaza, coacción y ofensas contra el derecho a la igualdad.
En la enmienda de 1999 al Código Penal, a partir de la propuesta realizada por la Federación de Mujeres Cubanas se incluyó como circunstancia agravante en la consideración de la responsabilidad penal el hecho de que el autor sea cónyuge o pariente de la víctima hasta el cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad. Esta circunstancia agravante solo se aplica a los delitos contra la vida y la integridad física y contra el normal desarrollo de las relaciones sexuales, la familia, la infancia y la juventud.
De tal forma, es imposible conocer a ciencia cierta cuántas mujeres mueren en el país como consecuencia de la violencia de género. Aylinn Torres Santana lo apuntaba en 2019: si bien el Gobierno reportó una tasa de femicidios en 2016 de 0,99 por cada 100.000 habitantes de la población femenina de 15 años o más, esto solo representa a 50 de las 121 mujeres que el Anuario Estadístico de Salud reportó como muertas por agresiones ese año.
¿Es posible que alguna de las 71 mujeres restantes quepa en la definición de femicidio de Rusell? Es probable. Si nos guiamos por los reportes de la prensa independiente y del Observatorio de Feminicidios de la plataforma Yo Si Te Creo en Cuba, se hace evidente el predominio de muertes de mujeres a manos de sus parejas o exparejas. Sin embargo, casos como el de Leidy Maura Pacheco, secuestrada, violada y asesinada a pocos metros de su casa, no son considerados como femicidios según la institucionalidad cubana, a pesar de cumplir con los indicadores propuestos por Rusell. Las cifras más actualizadas del Anuario son de 2018 y 2019, donde se reflejan respectivamente 108 y 105 defunciones de mujeres como resultado de una agresión.
En su reporte sobre Cuba de 1999, la Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer, sus causas y consecuencias, Radhika Coomaraswamy, indicó que: «A pesar de los esfuerzos de las organizaciones de mujeres, el poder legislativo, especialmente, se mantiene firme en que no hay que hacer nada con respecto a la violencia contra las mujeres y que no es necesaria ninguna nueva legislación. El poder judicial también se muestra satisfecho de que la situación actual sea adecuada. Esta percepción de que todo está bien y de que no hay que hacer nada es desconcertante. Delitos como la violencia doméstica y el acoso sexual son delitos invisibles».
No obstante, unos años más tarde, en 2006, el reporte de Cuba a la Convención para la Eliminación de Todas Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, según sus siglas en inglés) admite la necesidad de refugios para mujeres, algo que 15 años después no se ha logrado. Y en el siguiente y último reporte, que data de 2011, Cuba reconocía que el 68,1 % de los casos de violencia hacia la mujer se dan en el hogar. Asimismo, que la mayor parte de los agresores son hombres, y que «en las mujeres que denunciaron el maltrato no desapareció la agresión y en algunas se incrementaron los actos violentos luego de la denuncia». Esto último es una de las principales demandas de la ciudadanía: la necesidad de un sistema de prevención, educación y protección contra la violencia de género.
El valor político de una palabra
El Gobierno cubano ha optado por usar el término femicidio para reafirmar la noción de que no existe impunidad ante este tipo de crímenes. Y es cierto que en la mayoría de los casos de muerte violenta de una mujer, si su agresor es aprehendido ha de enfrentar a la justicia. Pero ¿qué pasa con las mujeres víctimas de violencia doméstica (física o psicológica)? ¿Y con las acosadas en las calles o centros de trabajo? ¿Las mujeres violadas por un desconocido que se da a la fuga? ¿Las mujeres que han sido intimidadas, golpeadas, coaccionadas o forzadas? ¿Es necesario que una mujer muera para que las fuerzas de la ley tomen acción? Reconocer al femicidio debe implicar también la integración del enfoque de género en todos los delitos relacionados con este.
Para hablar de que no existe impunidad, el Gobierno cubano no puede solo referirse a la penalización del crimen una vez cometido. Los reportes del país a las Naciones Unidas muestran que en las últimas dos décadas Cuba pasó – muy lentamente – de la negación al reconocimiento de que es necesario hacer algo respecto a la violencia contra la mujer. La labor que realizan las Casas de Atención a la Mujer y la Familia de la Federación de Mujeres Cubanas y las campañas de bien público son encomiables, pero no son suficientes. El plan multisectorial para el «avance» de la mujer o la actualización del Código de las Familias tampoco focalizan los esfuerzos en la prevención contra la violencia de género en específico. Y la respuesta al pedido ciudadano de incluir en el calendario legislativo una ley integral contra la violencia de género, fue un no. Sin embargo, vemos una y otra vez que mujeres muertas a manos de sus ex parejas tienen en muchos casos un historial de amenazas, denuncias e intentos de separación. ¿Acaso no es también desprotección legal?
Las palabras importan. Si el Estado cubano ha tomado la determinación de emplear el término femicidio (y evidentemente de investigar al respecto para sustentar su elección), no puede entonces eludir su responsabilidad ante este problema. La violencia es una construcción social y la actuación del Estado respecto a esta, tiene un rol fundamental en su desenlace. El reconocer que existen femicidios en Cuba es importante, pero este es solo el desenlace más trágico de un problema estructural que necesita ser legislado en toda su amplitud.
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