Deber y caridad: retratos de mujeres de la Sierra Maestra

Teresa. Foto: Carla Valdés León.

Deber y caridad: retratos de mujeres de la Sierra Maestra

1 / agosto / 2020

Hace dos años me contactaron para trabajar en la investigación y el rodaje cubano del documental Woman de los directores Yann Arthus-Bertrand y Anastasia Mikova. El documental se proponía mirar el mundo con los ojos de las mujeres, de todas las mujeres posibles, de todas las formas de ser mujer; darles el espacio para hablar sobre sus vidas, compartir testimonios y preguntas. ¿Cuáles son las etapas que marcan la vida de una mujer? ¿Cuáles son sus sueños y sus esperanzas? ¿Sus peores miedos? ¿Sus heridas? ¿Qué espera de la vida? Para la producción de este documental entrevistaron a más de 2.000 mujeres en 50 países. Cuba, uno de ellos.

Mi trabajo fue buscar historias de vida de mujeres cubanas en la Sierra Maestra, otro equipo asumió la investigación en La Habana. Yo me había enamorado de las montañas de San Pablo de Yao desde el rodaje de Días de diciembre. Aquello es, y será, demasiado verde, demasiado país. Nunca se me olvida lo que me dijo la sonidista en ese rodaje. Ella regresaba de hacer wild tracks en el amanecer para poder tener un ambiente más tranquilo con el que trabajar en la postproducción. Pero no lo logró, me dijo “¡En estas lomas hay una bulla! Cuando no es una sierra, es un pilón o un pregón, o una carreta, pero ni un minuto de silencio…” Y tenía toda la razón. A pesar del despoblamiento, de la migración a las ciudades, del complejo problema de la movilidad, en esas montañas cada pilón es una casa y en cada casa una mujer —o en la mayoría de ellas. Las montañas de la Sierra Maestra están llenas de vidas.

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Ahí hay, además, un proyecto hermoso que es registro de memoria y tradición, en el cual trabajan personas que he llegado a querer infinitamente: la TV Serrana se conoce cada camino y cada historia. Con ellos, con la ayuda de Susel Martí y Kenia Rodríguez, fuimos tocando las puertas de las casas de más de veinte mujeres, desde octogenarias hasta niñas que empezaban en la escuela. Con todas nos sentábamos, café mediante, a conversar. Yo les hacía preguntas y ellas me respondían lo que querían. Luego les pedía que me preguntaran a mí. No es justo que alguien te cuente la vida y no decirle tú quién eres y qué sueñas.

Anotaba lo que me decían en un cuaderno, con apuro, para poder escribir lo más que pudiera de sus palabras: lo que decían, cómo lo decían, el gesto que hacían. Nunca grabé estos encuentros, solo una foto al final y un pequeño video en el que se presentaban. Escribía sus historias luego, a golpe de memoria, en el banco de un parque, frente a la cervecera del pueblo, de noche. Todo esto lo mandaba luego a París, donde leían, revisaban y decidían cuáles serían entrevistadas. Siempre hay otro documental detrás del documental que vemos en pantalla: la investigación.

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El equipo en la Sierra Maestra. Foto: Cortesía de la autora.

Así conocí a Rebecca, Maritza, Milagros, María, Chela, Marlene, Rosi, Yami, Yanis, Hilda, Edelis y Nelsita, que fue la última en aparecer ya en pleno rodaje del documental. Ellas tal vez no se imaginaron que yo escribía sus vidas como relatos. Para algunas no había mucho que contar. Yo hoy creo que no soy la misma mujer. Las llevo conmigo, en la estampa de la Virgen que me dieron, en las cosas que aprendí —por ejemplo, que no hay nada mejor para la cistitis que un ajo entero y un vaso de agua con azúcar—, y en las historias que recupero hoy.

Más tarde regresamos a filmar. Un equipo de mujeres: Sucel Martí, Maya Coutouzis, en la forografía, y Valentina López, que era quien entrevistaba y dirigía el rodaje. Este fue el final de este proceso de compartir.

Woman debutó en el Festival de Cine de Venecia y tendrá su estreno mundial este año. Imagino que sea un documental hermoso. Muchas de las mujeres que entrevisté para la investigación no llegaron a ser filmadas para el documental; algunas que sí, tal vez no estén en el corte final de ese proyecto hermoso e inmenso. En cambio, estas aquí ya son otras historias. Somos ellas y yo.

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Rebecca

“A los seis meses de nacida tuve una enfermedad muy grave. Una tía por parte de padre vino a verme y me sacó de la hamaca y empezó a brincarme y a brincarme. Yo vomité de tanto brinco. Y no paré de vomitar hasta que me santiguaron. Me echaron mal de ojo. Una de las curas fue con un curandero del pueblo que les dijo a mis padres: pónganle a la niña un pollo en el ano, si el pollo se muere, levántenle la vela y tráiganme al pollo. Por eso yo soy quien soy dándole gracias a lo que tengo, a mi espiritualidad.

Mi mamá mantenía la vida espiritual, aunque sincretizada. Eso venía conmigo. Una vez empecé con unos ataques y mi abuelo le dijo a mi mamá que yo llevaba la vida espiritual y que tenían que llevarme a un Centro del Espiritismo de Cordón. Ahora soy una media unidad: se me presentan los espíritus. El primero fue el espíritu de una india que me dijo que yo debía tomar esta vida. Yo le dije que yo no creía ni en mi madre. También se me presentaba mi hermano muerto y me pedía ayuda. De joven le tenía temor pero ya no”.

Rebecca es líder religiosa en un Centro de Espiritismo de Cordón entre Nuevo Yao y Buey Arriba, en Granma. Es una mujer grande, de esas que acunan a muchas personas, con un rostro aindiado que me recuerda un país. Rebecca acompaña siempre y no tiene miedo. Conoce las historias de todas las mujeres de San Pablo de Yao y Buey Arriba. Las escucha en los espíritus.

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Rebecca. Foto: Carla Valdés León.

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Maritza

Yo estaba escribiendo mis memorias, pero tuvimos que vender la computadora para ayudar con la enfermedad de mi marido y perdí lo que había hecho. Empezaba así: a los 9 años aprendí que los niños no los traen las cigüeñas. Ese día había mucho movimiento de gente en la casa. De pronto escucho un grito de mi mamá y corro para su cuarto, que tenía un espacio entre la puerta y el piso. Me agacho para mirar y ¡qué escena tan dantesca! En ese momento mi papá me agarró y me dio una tunda grande, porque en aquella época era otra la moral. Yo tenía hermanos cada dos años.

Empecé el primer grado a los 9 años. Me sabía de memoria las ilustraciones de los libros. Cuando la maestra preguntó quién sabía leer yo dije que sí al momento, pero lo que sabía era identificar las ilustraciones con las palabras. A los 12 años fueron a la escuela a captar niñas para ir a estudiar a La Habana a unas escuelas que había hecho Celia Sánchez, secretaria del Consejo de Estado, para que las niñas del campo estudiaran, aprendieran a leer y escribir y aprendieran un oficio: coser o ser maestras. Yo sabía que mis padres no iban a querer que yo me fuera a estudiar a La Habana y le dije a la maestra que mis padres no podían ir a firmar la autorización porque mi mamá estaba enferma y mi papá estaba trabajando, que yo les llevaba el papel a la casa y se lo traía firmado. Agarré el papel y me fui para debajo de una mata de mango y yo misma firmé el papel y lo entregué en la escuela. Así me fui a estudiar a La Habana”. Maritza es una cuentera nata.

Siempre quiso ser maestra y eso fue lo que escogió estudiar en La Habana, en la escuela Ana Betancourt. Ahí conoció a su esposo, que también era maestro. Toda la vida trabajaron los dos juntos en la escuela de Buey Arriba hasta que ella tuvo que jubilarse por causa de una enfermedad pulmonar grave que le impedía hacer cualquier tipo de esfuerzo físico. Verse inútil en la casa la deprimió. Por eso buscó qué hacer: sacó su licencia de trabajadora por cuenta propia como fotógrafa de quinceañeras. “Yo preparaba todo, trajes, peinados, lugares y poses y un fotógrafo hacía las fotos. Todo empezó porque un día me regalaron dos vestidos, uno de quince y otro de boda y le hice las fotos a la hija de una amiga. ¡Con el negocio llegué a tener 57 trajes de quince! Tenía muchachas que venían de la montaña y nunca se habían visto en un espejo. Venían con las uñas llenas de tierra y sin peinarse. Yo las bañaba, las peinaba y entonces, ya maquilladas y vestidas, las dejaba verse en un espejo. Esa era mi mayor satisfacción, hacer feliz a las quinceañeras”.

Le pregunto a qué le tiene miedo, lo piensa un poco y responde con pesadez: “a la impotencia de la vejez”. Cuando llegamos a su casa, en el último piso de un edificio de microbrigadas, ella estaba a punto de limpiar el piso, había terminado de lavar toda la ropa y se acababa de poner un tratamiento para el pelo que se había hecho con aguacate.

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Maritza. Foto: Carla Valdés León.

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Milagros

Eran los años de la lucha guerrillera del M-26-7. Ella vivía montaña adentro con sus doce hermanos. Milagros era la menor. Toda la familia recogía café. Todos los hermanos tenían una sola ropita: el lava y pon. “Yo tenía unos primos que eran ‘mau mauʼ —así se le decía en la Sierra Maestra a los alzados— y nos decían que nos alzáramos también. Nosotros queríamos hacerlo, mi papá quería. Ellos venían a la casa y nosotros les escondíamos las armas en los secaderos; a veces en la noche venían a tomar café. Uno de esos primos fue el que me enseñó a coser y yo les hacía brazaletes del M-26-7”. Al triunfo de la Revolución uno de sus hermanos fue al encuentro campesino que tuvo lugar en La Habana, el 26 de julio de 1959. Yo me lo imagino como aquel Quijote de la farola que fotografió Korda. Ella me aclara como para que no se me olvide “ese fue un momento importantísimo en la historia de la Revolución”.

Milagros pasó su primer grado con la Campaña de Alfabetización cuando cumplía 14 años. Empezó a trabajar en la escuela como auxiliar de limpieza. “Los primeros 5 años trabajé gratis para poder tener la plaza, cuando me la dieron cobraba 14 pesos”. Allí estuvo, viendo crecer y aprender a los niños y niñas de San Pablo de Yao por 41 años, hasta que se jubiló.

Se ha casado dos veces. “Al segundo esposo lo conocí porque era mi vecino y tenía una finca y una casa cómoda. Nos casamos de boda, con dos testigos, un abogado y una fiesta”. Tuvo un hijo que nació ciego, pero Milagros confió en la promesa de su nombre y cargó con su hijo hasta La Habana. “Yo sabía que ahí había una escuela en la que le podían enseñar algo. ¡Hoy es artista, es cantante y compositor!”. Me dice con orgullo.

La vida le tenía una sorpresa. A su hijo lo invitaron a un curso en París, Francia, para artistas invidentes y ella no podía dejarlo solo en un viaje tan largo. “Yo nunca soñé con viajar. Le decía a mi familia que cuando yo me subiera al avión, si me daba miedo, me bajaba y viraba para atrás… ¡Pero qué va, montar en avión es lo más grande de la vida!”.

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María

Cuando niña les hacía carticas a los Reyes Magos y siempre les pedía una muñeca: de goma, grande, que tuviera un vestido lindo. Nunca la pude tener. Mi familia era pobre y no tenía dinero para muñecas. Cuando mi mamá me enseñó a coser yo misma las hacía, de trapo, y hasta les cosía las ropitas. En la tienda del pueblo miraba siempre unos zapaticos. Un día el dueño me preguntó si me gustaban, porque me veía todos los días mirando. ¡Y me los regaló!”.

Con el salario de su primer trabajo pudo comprarse una tela azul para su vestido de quinceañera. Lo recuerda con precisión, la forma que le dio al cuello, el bisel de las mangas y el largo de la saya. “Mi mamá me dejó estudiar hasta 6to grado porque no quería que me fuera a vivir a La Habana, que era donde único podía seguir estudiando en esa época. Lo que yo quería era ser maquillista de la televisión”. Como sabía coser y le gustaba, se hizo costurera. En eso ha trabajado toda la vida, pero solo cose para mujeres y para niñas.

A María le gusta que los hombres la enamoren, tal vez por la influencia de todas las telenovelas que ve. Disfruta mucho el sexo, le gusta bailar, tomar cerveza y salir a pasear con los jóvenes. Hace ejercicios todas las mañanas. No soporta las arrugas. Siempre se ha cuidado con cremas y masajes. Se pinta las cejas desde los 13 años. “Yo no abro la puerta de la casa hasta que no esté lista y arreglada”.

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Teresa. Foto: Carla Valdés León.

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Chela

“Yo tuve una niñez de baticas y zapaticos blancos. Mi papá y mi mamá eran educados. Ellos me enseñaron todo. Mamá fue quien le enseñó mecanografía a todos los hermanos. Mi abuelo tenía dinero. Yo me acuerdo que cuando íbamos de visita a su casa yo me paraba encima de una mesa grande que tenía, ahí mismo donde comíamos, y me ponía a bailar para todos. Así mi abuelo me daba algo de dinero”. Y se sonríe. “Mi mamá siempre ha sido muy fina y muy educada y siempre nos ha querido mucho. Recuerdo que antes de dormir siempre nos llevaba un vaso de café con leche a mí y a mi hermano con un platico abajo. Sin mi mamá yo no soy nada. Ella es mi paño de lágrimas”.

Cuando era adolescente le gustaban mucho las fiestas y, por supuesto, bailar. No enamoró nunca, siempre la enamoraban. Su primer amor fue como el de Romeo y Julieta: su familia no quería a su primer esposo y la familia del esposo tampoco la quería a ella. Así y todo, se casaron. A los 23 años tuvo a su hija. “Ahí sí cambió la página”.

Mitza, su hija, nació con retraso mental y malformaciones motoras por un daño en el sistema nervioso. Alegando que no podía aguantar esa situación, su esposo, el padre, las dejó solas. Se pasó los primeros años de su hija en el correcorre de hospitales, para preguntarle a los médicos qué se podía lograr y cómo podía mejorar la vida de su hija. Dijo que no iba a tener más hijos después de eso.

Chela no paraba de llorar. “Un día Teresa, una amiga, me tomó de la mano y me dijo: yo te voy a sacar todo eso. Y me llevó a una tienda y nos pasamos la tarde probándonos vestidos, ropas, zapatos y viendo cosas lindas. Y me di cuenta de que eso es lo que necesitaba: salir un poco de todos los problemas y pensar en otra cosa. Esa fue la terapia”.

Cuando Chela habla de cosas tristes se ríe. Lo hace mientras me cuenta cómo su hija empezó a hablar.

“Yo la dejaba en casa de unos vecinos que la cuidaban y así podía ir a trabajar. Ella no hablaba nada. Yo siempre la vestía de amarillo. Un día los vecinos me llamaron.

¡Corre, Chela, mira lo que hizo Mitza!

Cuando llegué no dijo nada, no decía ni una palabra. Yo les dije que no jugaran con eso, que esas cosas a mí me dolían. Y Mitza habló. ¡Y dijo una mala palabra! Yo lloraba de tristeza y de alegría. Mi hija hablaba y decía palabras feas. Pero hablaba. Tenía dos años y medio. La llevé al médico y los doctores pensaron que estaba loca, que mi hija no podía hablar. Una psicóloga fue quien me ayudó a enseñarle otras palabras. Hoy mi hija habla y dice palabras grandes y bonitas. Le gusta el noticiero, la pelota y la música: Roberto Carlos, Julio Iglesias”.

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Marlene

Cuando yo era niña decía que quería tener cuatro hijos de un solo hombre, casarme con él y que ese fuera el amor de mi vida, toda la vida”. Por eso se casó cuando tenía 17 años: él se enamoró de ella y ella lo dejó todo por él. “Me dijo que no podía seguir trabajando, que las esposas eran para la casa”. Pero era muy mujeriego y se pasaba la vida fuera de la casa. Así estuvo casada por 23 años hasta que sus hijos le dijeron: “mamá, ya nosotros estamos grandes, ya usted no va a aguantar más maltrato de papi”. Uno de sus hijos vendió unas vacas y le compró una casa. Sus hijos y los vecinos hicieron una brigada y arreglaron y amueblaron la casa para que vivieran ella, su hija y su nieto recién nacido. “En casa de guano se vive también”.

Su madre Alba es espiritista y líder religiosa de la localidad. Consulta a los espíritus y reza por las almas de los muertos y los niños enfermos. De todos lados vienen a verla para algún oficio. Su padre Tomás Cabrera era curandero. Los dos eran pilares de la comunidad. Marlene recuerda que su padre le decía: “hasta la muerte hay que ganársela”. Tenían una finca y eran doce hermanos. Todos nacieron ayudados por parteras. “En la Sierra no había hospitales y todas las madres parían solas en la casa, ayudadas por parteras que conocían a todos los niños y las embarazadas de la zona. Cuando éramos niños mi mamá nos escondía el embarazo. Escondía la barrigona en una bata y nos decía que estaba gorda. Cuando el hermanito nacía nos decían que lo habían traído en avión”.

Marlene me dice que no vive para ella. Se conforma con lo poco que tiene y lo que puede se lo da a las hijas porque lo principal es estar “limpia, pero no descosida”.

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Nela. Foto: Carla Valdés León.

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Rosi

“A mí me gustan las cosas lindas y raras. Pero que sean diferentes a lo que usa la gente, que no se parezca a la moda. Aunque nunca he podido darme esos gustos porque el salario no me alcanza”.

En la escuela era la que declamaba en todas las actividades y fechas históricas. Eso hizo que sufriera de ronquera. Siempre quiso hacer teatro, pero por las montañas no había nada de eso y solo ayudaba y se ofrecía para obras de artistas aficionados. En 1996 pasó un taller de televisión que duró tres meses. Eso le gustó mucho y decidió hacer las pruebas para estudiarlo. “Me pasé un año entero estudiando para entrar en la Universidad”. Aprobó los exámenes y estudió cuatro años Edición de Televisión en Holguín. Cuando iba a empezar el quinto año tuvo que pedir licencia para regresar a cuidar a su mamá que se había puesto muy enferma. Estaba en cama y ella era la única que podía cuidarla. “No pude discutir la tesis. Eso me duele”. Estando casada tuvo que hacerse un aborto. “Yo tenía puesto un anticonceptivo y le dije al médico que no podía hacerme un legrado. Y me destruyó. Fue negligencia del doctor”. Después de eso hubo que vaciarla y ya no pudo tener hijos. Rosi asumió el cuidado de la hija de su hermana, una niña epiléptica que la trata y la quiere como si fuera su madre. Para ganarse el dinero que las sostiene, trabaja por fuera, es decir, en el mercado negro: compra productos de primera necesidad en la ciudad y los revende en su pueblo un poco más caros. Camina casa por casa con un bolso lleno de mercancías.

Rosi siempre quiso ser alguien diferente en la vida, pero nunca pudo librarse del hilo que la ataba al cuidado de la familia, de la casa, de la economía, de los otros. Cuidar a su mamá le amargó mucho los sueños y hoy siente que ya no tiene tiempo. Cuando nos conocimos, una amiga le había avisado de unas pruebas para pasar un curso de especialista de teatro. No espera mucho, pero anhela un acto de magia que le dé la felicidad que se le negó.

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Yami

Tiene 27 años y es madre de una hija de ocho años. Hace dulces con su esposo para vender en el pueblo. Sus cakes están en todos los cumpleaños, las fiestas y las bodas de San Pablo de Yao. Estuvo en escuelas becada desde los once años. No llegó a graduarse de instructora de arte porque a los 17 años se casó. Era un hombre mayor que ella, de 47 años, un cubano que vivía en Estados Unidos y tenía dinero. Por un tiempo se mudó a la ciudad de Bayamo, a una casa que él le había alquilado. Nunca hubo amor, se casó por dinero.

Intentó dos veces salir ilegalmente del país. Su esposo les pagaba a los traficantes y estos debían llevarla hasta una lancha que la dejara en La Florida. “La primera vez me llevaron hasta Matanzas. Allí me esperaba un hombre que me montó en un contenedor con los ojos vendados. Cuando me quitaron la venda estaba en una zona de manglar, cerca de la costa, en un lugar que no conocía. Me llevaba el mismo hombre que me esperó en Matanzas. Cuando la lancha llegó la iluminó el foco de un bote guardacostas. Ahí se echó todo a perder. Todo el mundo corría por el mangle, mojándose hasta el pecho, huyendo. El hombre que me agarraba del brazo no me soltó en ningún momento, atravesó conmigo el mangle, nos metimos en caminos, cruzamos una línea de tren. Nos estaban persiguiendo. Llegamos hasta un puerto y ahí supe dónde estábamos. Cuando estuve segura, volví a la casa”. El segundo intento se suspendió en el último momento. Al tercer intento, ella aclaró “si no es legal, no me voy”. Tenía mucho miedo.

Tiempo después conoció a su actual esposo, al “amor de mi vida. Fue solo una mirada y ya, sabíamos que estábamos enamorados”. Llevan juntos 10 años y son la única pareja con una relación abierta en todas las montañas de la Sierra Maestra. “Nosotros siempre tenemos que darle de qué hablar al pueblo. Esa es nuestra misión, para hacerlos más civilizados”.

Se siente plena de tener finalmente una casa, un novio eterno y una hija, y de poder cuidarlos sin deberle nada a nadie. Lo que más hace es leer. “Lo más raro que leo es el periódico” —se ríe. “Y lo último que me leí es El pequeño libro de la superación personal”.

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Chela. Foto: Carla Valdés León.

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Yanis

Mis dos hermanos son varones. Tal vez si hubiera tenido una hermana, no hubiera salido así, mala. Desde niña me ponían a trabajar cuidando ovejos, para que no jugara juegos de varones. Mi mamá me pegaba por todo: por no atender lo suficiente, por no jugar, por jugar, por no hablar en la escuela. No me dejaban salir de la casa. Me pegaron con todo: cintos, manos, calderas —que le dejaron una marca en la ceja. Por eso yo no hablaba con nadie en la escuela, me sentaba en la esquina hasta que llegaba la hora de irse. Yo siempre he sido agresiva”. Pero sus ojos y la forma en que me lo dice delatan mucha ternura y un pedido de perdón.

Quiso ser deportista o policía de las Fuerzas Especiales, pero su papá no la dejó ser policía y su mamá no quería que ella fuera deportista. Fue campeona nacional en taekwondo cuando estaba en sexto grado: “la medalla se la dejé a mi abuela. Ella era la única que me entendía y me quería”. Tiene muchos gatos y perros a quienes les cuenta todo lo que le pasa en el día, “son los únicos que lo saben todo de mi vida”.

Trabaja como profesora de Educación Física en la ESBU de Buey Arriba, la ciudad cabecera del municipio. “Me gusta poder darles a mis alumnos lo que no me dieron a mí”. Se enamoró de su mejor amiga y hace seis años son novias, aunque no pueden vivir juntas. Ha tenido otras novias, pero esta es la única a la que ha amado. No quiere tener hijos y tampoco quiere casarse porque “¿qué van a decir de mí en la escuela? Eso no se ve bien”. Ella sabe que todo el pueblo habla de ella, pero ya ha aprendido a no escucharlos. Su dedicación es la escuela.

Le pregunto qué le aconsejaría a un alumno o alumna que viniera a pedirle consejos sobre el amor. Ella se entristece y resuelve al momento: “Le dijera que intentara cambiar. Que esta vida es muy dura. A mí no me gustaría decirle a nadie que viviera lo que yo he vivido”.

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Yanisleidys. Foto: Carla Valdés León.

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Hilda

“Antes los hombres les hacían saber a los padres que les gustaban las hijas. Antes había ‘noviosʼ pero ya eso no existe. Ahora parece que las mujeres después que conocen a un hombre se portan como perras y se van con cualquier perro. Hay que tener aseo personal.

Hace unos años fui a Bayamo en un viaje. ¡En ese entonces yo pesaba 199 libras! Pues, en una calle había un grupito tomando y cuando pasé me llamaron.

Oiga, oiga. 

Y yo, ¿qué?

Venga para acá un momento.  

Espérese, compañero.

Y fui para el bar y me tomé mi emparedado y mi refresco con calma. Cuando salí, todavía estaban ahí.

Señora, ¿usted es casada o es soltera? 

¿Yo? ¡Soltera!

¿Y no se ha casado más?

No he hallado con quién.

Ay, pues mire… si no ha hallado con quién. Usted está bastante buena, bonita…

Mire, pero la vaina es que yo vine a aquí a bailar, a divertirme y no a buscar verraco. Yo a usted ni lo conozco, así que respéteme.

Si no te das tu lugar te echan a perder antes de tiempo, mija.

Hilda tiene 82 años y es una mujer criada y educada en la tradición. Se casó con 15 años y tuvo muchos hijos. Enviudó y a los años volvió a casarse con un hombre que era “negro como las cazuelas”. Cree en los espíritus y en Dios. Me dice que tuvo un hijo que murió ahogado en el río.

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Hilda. Foto: Carla Valdés León.

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Edelis

En el pueblo la conocen como “La mujer del sombrerón” porque siempre que sale a trabajar usa un sombrero grande para protegerse del sol. Trabaja en comunales y atiende el área de desechos. Antes de esto trabajó en el Jardín de Flores donde se fabricaban las coronas de muertos.

“Yo vivo el día. En los años 90 yo estaba sola con mi hija. En esa época no había recursos ni dinero, el salario era muy poco y había que ahorrarlo, los productos subieron de precio. Yo decidí vivir con lo que tuviera ese día de comida y de sustento, y no pensar en el mañana: mañana será otro día”.

En esos años aprendió a hacer sandalias, bordó y cosió para la calle, hizo artesanías y muñecos, adornos para la casa con material reciclado. Trabajó en todo lo que pudo. Para la casa solo lo necesario, ningún lujo. Cuando tenía pareja, la ayudaban un poco, pero siempre defendió su independencia. Tiene una creatividad sin límites y escribe mucho: cartas, poemas, canciones. La gente del pueblo va a buscarla para que le escriba las cartas de amor y de despecho. “Confían en que mis palabras pueden decir lo que sienten mejor que ellos mismos”. Todo lo que escribe lo guarda debajo del colchón.

La primera vez que escribió una canción fue una noche de apagón en los años 90. “Me acosté normal y sin pensamiento y me llegó una música de una filarmónica que no podía sacarme del oído. La escuchaba clarita, sonando sin parar. Lo único que tenía a mano era un periódico viejo y lo agarré. Ahí escribí mi canción. Encendí un candilito. La música seguía sonando. Y de repente lo veo todo clarito, como una película proyectada en las tablas de la casa. Lo que veo son unas escenas de amor en altamar. ¡Yo nunca he visto algo así en mi vida! Pero pude escribir una canción sobre eso. Se llamó “Canción de Bahía”. Cuando terminé, se la canté a mi mamá. Ella siempre fue mi primer púbico”.

***

Nelsita

Hoy fuimos en la mañana a filmar un plano con Nelsita, en el Centro de Santería que dirige y heredó de su madre. Ella es negra, descendiente de haitianos. Ella es pobre entre los pobres. Se pregunta si alguna de sus hijas hará lo mismo cuando ella no esté. La santería ha sido en su vida deber y caridad. Cuando llegamos había otras mujeres, sus hijas y sus ahijadas. Nos estaban esperando.

La fotógrafa del equipo, Maya Coutouzisque es francesa y no habla español, me pidió que les explicara que no teníamos mucho tiempo porque debíamos aprovechar la luz de la mañana, y cómo iba a ser todo. Mientras les explicaba que debían respetar los límites del espacio para estar siempre en cuadro, que no podían mirar a cámara, que tal vez tuviéramos que repetir más de una vez la toma, Nelsita me interrumpe y le dice a su hija:

—Dame el monedero que yo le tengo una cosa a esta niña.

Le llevan un monedero rojo pequeño con dibujos chinos. De ahí saca una estampa pequeña de la Virgen de la Caridad del Cobre y una semilla de cayajabo. Me dice:

—Esto yo te lo trabajé anoche. Tenlo siempre contigo para que te proteja. Esta semilla de cayajabo, cerca de ti. Y que dondequiera que estés la Virgen de la Caridad te acompañe y te cuide.

Me pone la semilla en la mano derecha y la estampita de la Virgen en la izquierda. Me las cierra. Sus manos son negras, viejas, duras. Las mías blancas, de ciudad.

La fotógrafa me avisa que el plano está listo. Vamos a empezar a filmar. A la voz de mando de ¡Acción! responden todas con un rezo. Nos cantan, una y otra vez.

Cuando salí de casa de Nelsita mis manos olían a azucenas.

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Nelsita. Foto: Carla Valdés León.

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