Amaneció con una patrulla policial en la esquina de la casa. Pero nada, ni los uniformados ni las presiones ni las amenazas la hicieron desistir de su idea. Salió sobre las 4 de la tarde, porque el hogar no puede ser calabozo, mucho menos cuando no se ha violado ninguna legalidad.
No le dejaron llegar ni a la esquina. Dos oficiales. Según vio, una tenía grados de capitana y la otra, de mayor. Le quitaron el teléfono celular, la única y temible arma que llevaba encima. En ningún momento le mostraron orden de detención. Tampoco le explicaron nada.
Simplemente la arrestaron, por la fuerza, sin documentos probatorios, sin mediación de un diálogo. Y la dejaron sola, en la patrulla. Pidió ir al baño. Necesitaba ir al baño. Problemas en los riñones, dijo. Le hicieron el caso del perro. Ella, en respuesta, orinó, lanzó una meada monumental en la cárcel de su asiento.
Querían obligarla a limpiarlo. Les dijo que no recibía órdenes de ninguno, que si les parecía, lo limpiaran ellos. Cuando la soltaron, le entregaron el teléfono doblado y astillado como una galleta de desecho. Arma inservible. Muestra chatarra de la soberbia empoderada.
Se llama Camila. Camila Acosta. Se graduó de Periodismo en 2016, apenas tendrá 27 o 28 años. Ha saltado de un alquiler a otro de La Habana, porque la Seguridad del Estado presiona a los arrendadores y estos la dejan en la calle. No le tiembla la voz cuando relata. Casi al final de la transmisión dice que los policías siguen allá fuera. Siguen en la esquina… Ya le han avisado los vecinos …“Veremos… No me van a silenciar”.
“Conmigo no van a acabar”
“Esa bestia me arrastró hasta la patrulla”, cuenta. Y ni siquiera la furia evidente opaca la entrenada dicción de más de 20 años impartiendo clases, “tragando tiza”.
“Son unas bestias, son unos asesinos… De qué FMC me van a hablar, de qué derechos femeninos me van hablar, de qué ley integral de género me van a hablar…cuando un tipo me arrastra por la calle…”.
Y en ese arrastre, en el forcejeo que ella no buscó, ni quiso, una de sus lesiones cancerosas comenzó a sangrar. No lo supo sino hasta llegar a la estación, cuando un oficial le señaló que había sangre en el vestido.
“Yo no soy ninguna mercenaria”, repite. Y narra que tiene hambre, que no se ha bañado, que está preocupada, pero tenía que denunciar antes que todo. Porque hay un muchacho preso, Denis, un muchacho preso para que los demás rebeldes cojan miedo, y eso hay que gritarlo.
Miedo, esa es la clave. Se mantienen en el poder inspirando miedo, le suelta a la diminuta cámara. Pero a ella, asegura, la van a tener que matar.
“Yo no quiero ni verme. Yo no quiero tener que quitarme el vestido. Yo no quiero tener que bañarme. Yo no quiero ver lo que ellos han hecho […]. Pero yo voy a aguantar…”.
Y, en este punto, la voz flaquea unos decibeles, y casi se raja. Pero no se sabe de dónde, en milisegundos, vuelve a sacar energía y recupera el tono acusatorio.
“Yo me voy a bañar, yo me voy a limpiar la sangre, yo me voy a echar yodo y yo voy a seguir. Conmigo no van a acabar”.
Se llama Omara. Omara Ruiz Urquiola. Es historiadora del arte, investigadora. Fue profesora universitaria hasta que le quitaron su aula. Pero decidió seguir enseñando. Enseñándonos.
Te sugerimos:
¿LO QUE HA OCURRIDO TRAS LA DETENCIÓN DE JOSÉ DANIEL FERRER ES LA REGLA O LA EXCEPCIÓN?
¿CUÁNTO CUESTA LA DESOBEDIENCIA EN CUBA?
“Mirar a los ojos al Poder”
Se agarró a una reja de la Casa de Cultura, que está próxima a Damas y San Isidro, en el corazón de La Habana profunda. Y desde esa incómoda posición, mientras trataban de zafarla les cantó las cuarenta como se dice en buen cubano.
Comenzaron a quitarle los dedos de la reja. A arrastrarla a como diera lugar hasta la patrulla. Le partieron una uña. Sangró. La cargaron en peso. Varios policías. A las malas. Logró abrir nuevamente la puerta de la patrulla hasta que la inmovilizaron por completo. Alcanzó a ver el número del carro: 966.
Explica tranquila. La voz suave y firme… los dedos delgados tratan de dibujar y comprender en el aire…
Al otro día volvió al zafarrancho. Querían meterla en un carro. Corrió. El patrullero detrás. Con sirena y todo, para hacer más dramático el abuso.
Luego, en la estación, le aplicaron el viejo método del policía bueno y el malo. Primero, una oficial de la Seguridad que solo quería “conversar”, “entender”. Nada.
Después el tipo rudo. El Macho. El Jefe. Teniente coronel Vladimir, le dijo. Y sin más cortesía que sus pantalones, le espetó que lo único que ella tenía que hacer era obedecer. Y como ella no acataba ese código, la ofendió, le gritó. Que era una vergüenza para su familia, una mercenaria, una vendida, una zoqueta. Y que estuviera feliz porque, esa vez, se la iban a dejar pasar. Pero que su proceso penal venía, seguro que venía.
Eso no lo podemos seguir permitiendo, riposta ella ahora. Y aún tiene ánimo y neuronas para teorizar sobre esto que están viviendo: “una violencia que se mueve con ritmo irregular pero siempre creciente”.
“El cambio ya está sucediendo, en el momento en que les dices a ellos: ¡Basta de violencia! Tú no me puedes reprimir. Yo soy un ser humano igual que tú, yo soy cubano igual que tú […]. La palabra tiene un poder inmenso. La mirada tiene un poder inmenso. Que ellos no sean capaces de mirarte a los ojos y que tú sí…”.
Al final intenta sonreír, es una sonrisa transida de angustia, pero lleva algo muy esperanzador dentro. Se llama Anamely. Anamely Ramos. Es máster en Procesos culturales cubanos y cursa a distancia un doctorado en México. Nadie podría saber de dónde le viene tanta mesura para diseccionar el dolor.
La libertad: el mayor pecado
Tomo nota de tres directas. Tres de las muchas que desde el 10 de octubre a la fecha han hecho activistas de la sociedad civil cubana, mayoritariamente jóvenes, mayoritariamente relacionados con el Movimiento San Isidro (MSI), una montaña incómoda en la planicie cívica del archipiélago.
Directas, porque se transmiten en Internet, en vivo, y también porque son directas, rectas al pecho, las palabras que las arman. Se puede coincidir o no con sus ideas. Se pueden apreciar más o menos sus métodos. Incluso, se les puede tildar de vehementes, insolentes, vanidosos, marginales, lo que sea. Pero algo es casi imposible de obviar: estos hombres y mujeres están plantando bandera por decir y hacer libremente en un entorno en el que la libertad parece el mayor pecado.
Ahora mismo, Omara y Anamely integran el grupo que se acuarteló en Damas 955, para exigir la libertad de Denis Solís, el artista apresado y juzgado de manera sumaria a 8 meses de cárcel por el conveniente cargo de “desacato”. Camila es una de las periodistas que reporta continuamente la suerte de los que allí resisten.
Son tres mujeres. Talentosas. Intelectuales. Corajudas. Que podrían y querrían dialogar con cualquier interlocutor razonable si ese interlocutor no pretendiera aplastarlas con su arrogancia. Ellas y Luis Manuel Otero y Maykel Castillo y Oscar Casanella, y los otros que lanzan un grito silencioso de hambre y sed desde el pasado día 18, ejercen con todas sus letras —a su manera—, el peligroso oficio de la ciudadanía. ¿Es tan difícil para el Poder —que en este país es omnímodo— ofrecerles el beneficio mínimo del reconocimiento? ¿Será que, porque esta realidad no está en la agenda de ninguno de los medios oficiales, integra una dimensión paralela, una nación que no existe dentro otra que se derrumba?
Ay, Cuba nuestra, pero ya no se puede tapar el sol como en los tiempos analógicos. La gente ve y guarda y compara y siente. Y se cansa alguna vez. Y de países ilusorios surgen también las naciones.
También puedes leer:
DENIS SOLÍS: UNA HISTORIA DE DESACATO Y DESAPARICIONES FORZADAS EN LA HABANA
ARIEL RUIZ URQUIOLA: ¿VÍCTIMA DE UNA INJUSTICIA LEGAL?
LOS 90 SEGUNDOS ETERNOS DE ARIEL RUIZ URQUIOLA EN EL CONSEJO DE DERECHOS HUMANOS
comentarios
En este sitio moderamos los comentarios. Si quiere conocer más detalles, lea nuestra Política de Privacidad.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
José Román
Javier
Emilio
Maria Magdalena
Javier