LA HABANA. No es a causa de un gran amor ni del odio, ni por malquerer o consagración que América, vecina de la calle 60, se ha quedado sola. La vida le agarró ese camino desde hace mucho, y no parece tener ningún as debajo de la manga, ningún giro de último momento, ningún ángel para un mejor final. Ahora tiene 67 años, pero hace mucho que la mayor parte de lo que posee día tras días es ella misma.
—Somos cinco hermanos, porque uno murió hace dos años. Otro vive por aquí cerca, es profesor de Química, pero no lo vas a ver nunca por aquí. Hay una hermana que me lleva siete años, y que era de las que tiraba huevos a la gente y anotaba a los que entraban a la iglesia católica, pues ahora es ciudadana española y por allá anda. Hay otra que vive en Suecia y tiene dos hijas. Y bueno, hay un quinto, que fue como la oveja negra, y tiene cáncer de laringe. Este, José, se fue en la caravana esa que quedó trancada en Costa Rica, y como estaba enfermo, parece que lo priorizaron. Pero él se fue peleando con toda la familia, y no se comunica con nadie ya. Somos un desastre como familia. Yo también soy un desastre.
América, que así le puso su hermana mayor, no piensa en política, ni le ve poesía alguna a su nombre. Solo recuerda las burlas de sus compañeros del pre universitario, cuando le decían: “¿y ya te abriste el canal de Panamá?”. Se casó con un hombre lleno de complejos, según cuenta la única amiga que la visita en su solitario apartamento. “Nunca la trató bien. En ese entonces yo solo era su vecina, y nunca imaginé lo que pasaba dentro de aquella casa. Sus suegros sabían, pero no hicieron algo para ayudarla, por intervenir en aquella locura”.
—La casa en que nacieron mis dos hijos era propiedad de mis suegros. Un día ya no quise más esa vida, y traté de salirme. Primero sola, hasta que pudiera crear las condiciones para mis hijos. Pensé que estarían bien con sus abuelos, quienes no me querían a mí, pero sí a sus nietos. Solo tenía un terreno en el que nunca pude construir, así que me fui alquilada a un cuartico con un bañito y eso era todo. Haciendo todo tipo de negocios y rapiñando donde pudiera, me hice de mi propio apartamento. Y ahí fue cuando todo se empezó a jorobar, porque mis hijos nunca quisieron irse a vivir conmigo, prefirieron quedarse con sus abuelos, que les llenaron la cabeza de boberías, y yo, qué fui retonta, lo permití. No pensé nunca que las cosas terminarían así, lo veía como algo que iba a sanar naturalmente. Y luego permuté “pelo a pelo” para esta zona, para salir del aquel Mariel.
Tiempo después, sus hijos permutaron para Hialeah y Costa Rica en cuanto tuvieron oportunidad. “A veces me mandan fotos —dice en un suspiro rasgado América—, pero nunca hablamos. El de Costa Rica trabaja en la construcción, y creo que no puede entrar al país. Por lo que supe se metió en un negocio turbio aquí y no creo que regrese alguna vez. Tengo cuatro nietos que no conozco”.
La soledad es, como el estrés, de los grandes retos del siglo XXI. Por alguna razón —montones de ellas— el número de personas mayores, sin familia que las atienda, las quiera incluso, o las “represente” (como dice en la Ley 105 de Seguridad Social), va en aumento, no solo en Cuba. América tiene una jubilación de 305 pesos cubanos (alrededor de 13 USD), y desde hace años solo va al Mariel cada semana a buscar unos 10 o 12 pomos de yogurt, en dependencia de lo que pueda cargar, que vende por el vecindario para ganar seis pesos por cada uno. Es una vendedora experta, todo ilegal, no solo de yogurt: desincrustantes, aromatizantes, pescados, ropa, tallas de madera, alguna que otra artesanía y hasta hace su propio vinagre de fruta bomba u alguna otra fruta. También es mensajera de algunos vecinos que le pagan una cuota mensual para que se ocupe de buscar sus cuotas mensuales de comida en la bodega. Sobrevivir, es lo que hace.
Los familiares obligados de los que habla la ley no son una opción para América, que se sabe trabajando hasta el final de sus días. Es de esos casos que prueban lo evidente: que las políticas públicas del estado cubano deben comenzar a enfocarse urgentemente, más y mejor, en este grupo de personas mayores, cada año más numeroso, para proveerle una vida cómoda y una verdadera oportunidad de descansar; para retribuirle el trabajo de décadas, del cual se benefició la sociedad toda.
Ahora mismo nadie, además de ella misma, se hará cargo de cubrir sus necesidades básicas. Seguirá subiendo a una escalera desvencijada para pintar sus paredes hasta que le den las fuerzas. Y según me dice, también habrá siempre algún platanito, un pedazo de pudín o una tacita de café para su vecina del frente, a la que quiere como a una hija.
Esa vecina, por cierto, soy yo.
Este texto fue publicado originalmente en Progreso Semanal.
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Eduardo Hernandez H.
Jorge Carlos