Columna especial para elTOQUE de Mónica Baró durante el 41º Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Ilustración: Wendy Valladares y Janet Aguilar
Mona frente al espejo
5 / diciembre / 2019
Le he puesto Vagabunda a esta columna porque un nombre tenía que tener. No un nombre cualquiera, no un nombre cheo, menos uno convencional, tipo “La ciudad y el cine”, “Días de festival”, o peor, aunque parezca imposible: “La Habana y el séptimo arte”. Esa no sería yo.
Yo necesitaba un nombre que tuviera que ver con el cine, con la ciudad donde sucede el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano y, por supuesto, conmigo. La ciudad será una deuda, no se puede ser tan ambiciosa.
Primero tuve varias malas ideas, algunas de ellas inconfesables. Pensé en “Royal con Queso”, por Pulp Fiction (1994), de Quentin Tarantino, y en “Helado de Fresa”, por Fresa y Chocolate (1993), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. Si se dan cuenta, ambos nombres se comen, uno es salado y otro es dulce.
Quizás cuando se me ocurrieron lo que tenía era hambre. Pero como ninguno de los dos me convencía le seguí dando vueltas al asunto y un día mirándome en el espejo del baño pensé en Vagabunda.
Vagabunda puede tener varias interpretaciones, yo me identifico con todas, pero si elegí este nombre es por Sin techo ni ley (1985), de la cineasta belga-francesa Agnès Varda, que también ha circulado bajo el título de Vagabunda, que es con el título que fue a parar a la carpeta Cine de mi disco duro.
Agnès Varda murió hace poco, el pasado 29 de marzo, a los 90 años de edad. La conocían como la abuela de la Nouvelle Vague, aunque en 2017, en el Festival de San Sebastián, dijo que era la dinosaurio de la Nouvelle Vague. Sin embargo, lo más importante no es si fue su abuela o su dinosaurio sino que fue la única mujer cineasta de la Nouvelle Vague.
La película, que mereció el León de Oro del Festival de Venecia, entre otros reconocimientos, cuenta la historia de una joven rebelde que en la primera escena aparece muerta en una zanja. Mugrienta y sin documentos de identidad.
Cuando cuento que la protagonista muere no cuento el final de la película. No se apuren a odiarme. La muerte puede ser también un inicio. Lo relevante es cómo Mona Bergeron, encarnada por Sandrine Bonnaire, acaba muerta en una zanja luego de vivir como vagabunda; que no siempre es vivir como un espíritu libre sino, muchas veces, como una marginada.
Hay una escena, un instante, en la que Mona Bergeron escribe su nombre en un espejo cubierto por una nata de polvo. Escribe “Mona” y debajo coloca el nombre de su amante, aunque el muy pesado los borra enseguida con la mano y dice que no quiere que dejen rastros. Para mí es uno de los instantes mágicos de la película, una metáfora, quién sabe si accidental, de lo fugaz que era todo en la existencia de Mona y lo fugaz que había sido la propia existencia de Mona.
La historia de Agnès Varda podría sintetizarse como la búsqueda del rastro que dejó en el mundo una mujer que no le importó a nadie hasta que no estuvo muerta.
Le hice una captura de pantalla a ese instante mágico y me guardé la imagen en mi laptop. Un rastro suyo.
Yo, no sé si igual que ella, adoro escribir mi nombre en la orilla de la playa y ver que una ola se lo lleva, y en los espejos empañados de los baños donde consigo ducharme con agua muy caliente. Mi nombre es Mónica, pero también soy Mona para algunas personas muy escogidas. En esta columna quisiera ser Mona para todo el mundo.
Durante los diez días que va a durar la edición 41 del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano pretendo dedicarme a vagabundear, a ir de película en película en película, como cuando estaba en la universidad diez años atrás, o más, pero sin atentar contra mi integridad física con la ingestión de pizzas de cinco pesos de 12 y 23. Mi estómago, el de entonces, ya no es el mismo.
¿Y esas pizzas siguen costando cinco pesos? Lo que sí sé es que las ratas de los alrededores andan tan lozanas como siempre, me mantiene al tanto de ellas una amiga que vive justo al lado del Cinecitta.
Quiero creerme que esta columna puede servir para poder juntar la comida, las ratas y el cine en un mismo relato, es decir, para honrar y recordar a Agnès Varda: a la que una vez abofeteó a un productor de Hollywood que le agarró un cachete; a la que bailó con Angelina Jolie en el escenario cuando subió a recoger su Oscar Honorífico en 2017; a la que dijo un año antes de morir y con el cabello pintado de dos tonos: “no conseguiré dinero, pero al menos hago un cine que es libre”.
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