Siempre he envidiado a la gente que tiene cerca el mar. Será porque a mí me queda a kilómetros, pero no importa lo pobre o intrincado del lugar, siempre que visito un pueblo costero, siento ganas de quedarme allí. Es la atracción del mar, inmenso, más democrático que nada, recordándonos que allá, por allá y más allá hay otras tierras diferentes.
Bayamo no tiene mar, sin embargo sí tiene… ¡Un malecón!
Sí, no es broma, tenemos un pundonoroso malecón; colonial enclave urbano, y único punto desde el cual se puede ver, aun estando en el casco histórico, nuestro antaño poderoso río.
No importa que cerca quede un basurero, o que la maleza impida ver el río: lo que interesa es la intención. El bayamés común, cuando quiere rememorar esos tiempos donde se traficaba madera por el río, y los barcos cargados de mercancías atracaban en la villa, convirtiéndola en una de las más poderosas del país, solo tiene que pasar la iglesia, seguir por la calle Padre Batista y llegar hasta Eligia Estrada; y ya está, ahí tienen la nostalgia hecha barranca.
En Granma la historia se confunde. Ya la provincia no se llama Oriente, y puede ser en la frontera entre Bayamo, Yara o Manzanillo donde hayan quemado a Hatuey, o hayan gritado por primera vez “independencia”. También somos una de las pocas provincias del país que no lleva el nombre de nuestro municipio capital.
Pero eso no es un problema para los enamorados; tampoco les importa mucho, a la hora de irse a tomar el fresquito del Río Bayamo, y sentir que en La Habana no son tan elegantes nada. Hay buena sombra, tranquilidad, y toneladas de mitos y leyendas para impresionar al amante.
Lo cierto es que La Barranca de la Lizana, como también se le conoce entre los más avezados historiadores, fue testigo de una gran inundación en el año 1616, fenómeno que obstruyó el delta del río en fecha tan temprana para los ilusionados criollos, que tuvieron que ver con pesar cómo el próspero contrabando se les iba de las manos. El río fue cerrado a la navegación, pero luego las tropas mambisas lo usaron como punto de acceso para tomar la ciudad en 1868, hasta llegar a la Plaza del Himno, triunfantes.
En fin, que si me pongo a pensarlo bien casi me conformo con mi maleconcito. No será el habanero, pero de que tiene su cosa, la tiene. No hay mejor lugar para estar solo y sabiendo que a tres pasos está la gente en el parque, ajetreándose la vida en las colas de las tiendas.
Si alguna vez te sientas allí, tal vez no veas el río, porque ya es casi un arroyo, pero eso no importa. Lo que importa es que, alguna vez, hace muchos años, cientos de años, en ese mismo lugar donde ahora cuelgan tus pies de viajero, tal vez hubo algún velero anclado, haciendo de la segunda villa de Cuba un destino obligado para corsarios, piratas y bandidos.
Y de eso no pueden presumir ni siquiera los habaneros.
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