Conducir un espíritu ávido de emociones hacia una obra de teatro entraña notables riesgos. La puesta puede resultar un fiasco y probablemente no nos gustará. La puesta puede no gustarnos, aunque no sea un fiasco, y de todos modos nos mofaremos arguyendo que no tiene calidad. Pero cuando la puesta nos cautiva, cuando el recogimiento se nos prende del hombro al extinguirse el último aplauso luego del acto final; entonces bien vale la pena asumir los riesgos.
Diez millones en Cuba no es solo un número. No es una mera aglomeración de ceros. Pronunciar en nuestra tierra ese compendio de dígitos, significa un acto de nostalgia en el que la amargura se suspende en el aire.
Si encima esa cifra es nada menos que el título de una obra de teatro, la intuición nos hincará con una alerta morbosa. Hasta los jóvenes que hoy contamos con veintitantos años, tenemos noticias de los acontecimientos que en los 70 marcaron el pulso de la Isla.
No obstante, en la pieza “10 millones” -última entrega de Argos Teatro- los cañaverales y las ansias febriles de productividad excitadas por el período histórico, no constituyen el núcleo del relato escénico, sino apenas un paréntesis. Se trata de un texto que no fue pensado inicialmente para convertirse en parlamentos y gestos ensayados sobre las tablas, porque cada una de sus líneas narraba el decursar de una existencia real. Lo que una vez fue el diario personal de Carlos Celdrán, luego de una década se coloca explícitamente delante de los espectadores más ajenos a las interioridades del director teatral.
Pero ello no supone un frívolo acto para desnudar vanidades frente al público. La historia del autor podría ser la de alguno de nosotros, podría parecerse incluso a la de familiares o amigos. A fin de cuentas, pocos cubanos resultan indiferentes a determinados fenómenos que se sucedieron en la sociedad posterior al 59.
Una infancia contrastada por el divorcio hostil de padres con afiliaciones políticas diferentes, la inadaptación a escuelas con sistemas internados, la mano de hierro como práctica en la educación materna, la homosexualidad, los sucesos de la embajada de Perú y la consecutiva oleada migratoria; todo ello puede haber dejado huellas en la biografía de Celdrán, así como en la de cualquiera de los seres conocidos e incógnitos que nos rodean asiduamente.
De esta forma un diario íntimo devenido en dramaturgia, emprende una radiografía estremecedora de lo que fuimos alguna vez como nación y de lo que hoy somos a punto de partida de ese legado.
Quizás por eso ninguno de los personajes tiene nombre. Allí, repartidos por el escenario, vemos a la mamá, al papá, al autor de joven y al autor de adulto. Sabemos cuáles son sus roles, pero no conocemos sus identidades exactas porque dejan de ser personajes únicos, para trastocarse en arquetipos. Y es que como evidencia la puesta, numerosas madres cubanas convulsionaron sus actitudes y filosofías de vida con la efervescencia propia de los años sucesivos al triunfo revolucionario. Varios padres disintieron con el nuevo capítulo que se abría y resolvieron permutar de país. Muchos hijos criados bajo semejantes luces y sombras, decidieron ser auténticos amén de la crianza, del contexto, y permanecer en la Isla en paz con sus preferencias.
Sin embargo, no siento en “10 millones” la acidez de los reproches sociales ni personales. Si acaso veo el ímpetu de un creador de valerse del teatro como el recurso a su alcance para exorcizar los demonios de un pasado.
Como cualquier país, Cuba no ha estado exenta en el trasiego de errores. Esa realidad la sabemos todos los que participamos en la construcción de su presente. Esas lecciones son útiles en el intento de no repetir las faltas. Por ello las podemos encontrar en el repertorio de anécdotas de nuestros abuelos, justo cuando nos enseñan que de los traspiés se aprende. También nos pueden sorprender en la intencionalidad de una obra, en la voz de los actores y en la fuerza de los aplausos finales.
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