Nunca han tenido nada pero el hombre dice que ahora sí se lo lleva todo. Está recogiendo los cuatro trapos en un maletín, las tres niñas llorando, la mujer repartiendo gaznatones. Portazos y golpes y cosas rotas. La gritería entra por las ventanas. Los vecinos se encierran. Los niños se despiertan y hay que arroparlos.
Son las 11 de la noche y no hay luz eléctrica en el edificio. Abanico a mi hijo e intento que se le calmen los nervios, pero la gritería sigue entrando por los espacios entre las persianas y se escucha como si fuera en la sala. Mil veces he llamado a la policía. La última vez dijeron que las broncas familiares no eran problema suyo. La anterior vinieron dos oficiales y hubo silencio durante unos días. La paz terminó cuando la mayor de las tres niñas llegó oliendo a cigarro. Debe tener, si acaso, 12 años. La madre se la comió a gaznatones y el hombre, que no es el padre, le dijo que le iba a rajar la cabeza a palos.
Hoy empezó porque no había comida. Sonó un plato rompiéndose en el piso y la mujer gritó que su marido la tiene pasando hambre.
–Contigo hay que reducirse en todo. Ayer dije “Voy a hacer este poquito de arroz y mañana el otro poquito”. Y esa fue la comida de mis hijas. Yo llevo todo el día sin comer.
Ella es gorda y altísima. Ahora luce más gorda porque está embarazada. Trae hembra.
–¿Qué culpa tengo yo? –gritó el marido–. Yo tampoco comí.
–Busca dinero.
No estoy seguro de que el hombre trabaje. He visto a la mujer por las mañanas bajando la escalera con las niñas. A él no lo he visto pero lo escucho hablando por teléfono o viendo televisión el día entero.
–Yo llego del trabajo y me pongo a hacer las tareas de la escuela. Y cocino haciendo las tareas. Y tú nunca haces nada, Roberto. No haces nada. Llevo dos años arriba de ti: pinta la casa, pinta la casa, pinta la casa. Te di 150 pesos para la pintura. ¿Y qué hiciste? No sé. Después te di 200 pesos para la pintura. ¿Y qué hiciste? No sé.
–No me hubieras dado ningún dinero.
–Claro que no, si tú todo lo gastas.
–Mira, es verdad que yo lo gasté todo. Pero después se lo pedí a mi mamá.
–Mi marido eres tú, no tu mamá. Entiéndelo, Roberto.
Viven aquí hace tres años al menos. Una vez, en una bronca, la mujer dijo que gracias a ella él había dejado la mala vida. Ahora se lo recuerda y entre un piñazo y otro se pone a ripiarle las camisas. Dice que de todos modos las compró ella. La niña menor, de unos cinco años, se mete en el medio: “Mami, ya. Mami, ya”. La madre le dice que no se meta. Él dice que se va, pero no se va.
–Hace mucho tiempo que tú no me gustas, ni como marido ni como nada, ¿qué más quieres que te diga? Yo ni sing… contigo, ¿qué más quieres que te diga? Acábate de ir.
–Lo que tú quieres es acaballarme y yo no me voy a callar más la boca –responde él.
Ella le da un trastazo.
–Lo próximo que me digas, te la corto. Te la corto, fíjate.
A estas alturas mi niño está dormido. El sopor de la casa me atormenta y salgo a fumar. Hay buen silencio afuera. La calle está tan oscura que se confunden las estrellas con las luces del tráfico. A los 15 minutos, cuando entro, todo está en calma. No sé si se fue el hombre; nunca lo vi bajar las escaleras. Probablemente se reconciliaron o pausaron la guerra hasta mañana.
Esta película todas las noches. Siempre la misma. Ya me cansa verla.
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Wendy
Yara Piña
teo